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La violencia política y social en las obras del arte popular peruano

Rainer Huhle

(La versión alemana de este artículo apareció en la revista Hispanorama, no 100, 2003, p. 67-86; La traducción al español es de Álvaro Martín.)


Lo andino creador o recreador, por oposición a creado, en la plástica, es hoy la representación artesanal en evolución, en representación de espacios temáticos perdidos, o aun nunca conocidos - Mirko Lauer1


Desde la conquista del Imperio inca en 1532, los conquistadores españoles toparon por todas partes con culturas muy desarrolladas que conservaban de la tradición artes plásticas variadas y ricas. Tras la conquista, los modelos españoles y europeos se implantaron en gran medida en las representaciones artísticas oficiales, pero en el arte popular rústico se mantuvieron en buena parte las técnicas y patronespadrones artísticos indígenas. Éstos se combinaron de forma singular con las temáticas españolas y dieron lugar a una tradición artística totalmente independiente.
Un estudio más detallado de las obras del arte popular peruano —y en cierta medida también de las de los países andinos colindantes— muestra que éstas ya desde siglos atrás reflejaban el sufrimiento y la violencia asociados a la opresión española sobre la población indígena. De una forma sutil, el arte popular siempre era “político”, pese a que esa no era la intención expresa de los artistas. Un ejemplo conocido son las innumerables representaciones del apóstol Santiago, cuya doble imagen como protector y opresor de los indígenas daba lugar a la representación de ejercicios de poder violentos. La batalla ritual entre el toro (español) y el cóndor (indígena), documentada en las costumbres del Perú rural desde finales del siglo XVIII (Muñoz, 1993: 213), también ha dejado huellas profundas en el arte popular peruano. Se trata de una evolución de las corridas de toros —importadas desde España pocos años después de la conquista— conforme a los mundos conceptuales propios. En Ayacucho, la dramática celebración de la “Yawar fiesta”2 como representación de este choque violento entre dos mundos se ha convertido en uno de los temas favoritos de los artistas populares.
Estos son sólo algunas referencias que muestran que el arte popular, en apariencia limitado a los modelos tradicionales, siempre ha estado abierto a adoptar nuevos elementos surgidos de los cambios históricos. Ya crearan objetos artísticos religiosos o de uso cotidiano, los artistas populares, generalmente anónimos, siempre estuvieron atentos a los acontecimientos socioeconómicos y políticos de su tiempo sin renunciar a sus formas de expresión propias. Y así ha sido hasta hoy en día.

 

Artesanía tradicional

El arte popular peruano actual en el ámbito de las artes plásticas tiene su origen en la fabricación de objetos de uso práctico y simbólico3. Allí donde había materias primas y a la vez una demanda constante de determinados artículos, se desarrollaron formas especializadas de artesanía, independientemente de que se tratara de producción para el uso rural o para cubrir las exigentes necesidades de los terratenientes y de la Iglesia. Algunos ejemplos:

 

Mates burilados

En todos los lugares del mundo donde crecen, las calabazas de cáscara dura son conocidas por su gran utilidad práctica y por su idoneidad para los trabajos artísticos. En el desierto de Perú se han encontrado ejemplares de estas cáscaras, denominadas mates por derivación del quechua mati (“vaso o platos de calabazo para beber o comer”4), que tienen 4.000 años de antigüedad y se usan con fines artísticos desde entonces. Durante la época colonial, con los mates se hacían vasijas preciosas, decoradas con adornos plateados. En aquel entonces también se empezaron a decorar los mates con ornamentos mudéjares tomados de los españoles, cuyos creativos diseños suelen encontrarse en la parte superior de los mates. Actualmente hay en Perú varias zonas donde la talla de cáscaras de calabaza se ha convertido en una rama de la artesanía local. Mientras que los mates del norte presentan decoraciones y colores bastante simples y tienen una finalidad fundamentalmente práctica, se ha desarrollado en el centro de Perú, primero en Ayacucho y luego en el vallecéntrico Valle del Mantaro, la tradición de decorar y tallar minuciosamente las calabazas. La tradición de los llamados “mates burilados” se originó en el siglo XIX en Ayacucho, en los cálidos y áridos valles del oeste, donde crece tanto la planta de la calabaza como la caña de azúcar. Así apareció una forma original de usar los mates: un recipiente para el azúcar equipado con una tapa dentada, que hoy sigue siendo uno de los objetos más habituales en los mercados de artesanía del país, tanto que en lugares como Huanta o Mayocc azucarero se ha convertido prácticamente en un sinónimo de mate (Sabogal, 1987: 21)

 

Arte textil

Como en todas las regiones andinas, en Ayacucho la tejeduría —a menudo de telas muy delicadas— era una de las ramas más importantes de la artesanía, ya que los tejidos estaban entre los artículos más importantes con que los pueblos tenían que dar tributo a sus respectivos señores. Ya en tiempos de los incas, aunque también bajo el dominio español, se animaba a los habitantes de las diferentes regiones a vestirse de forma claramente diferenciable. Más adelante la vestimenta fue regularizada, sobre todo por parte de la Iglesia, de modo que se creó un canon de prendas casi obligatorias para la población andina, especialmente para las mujeres, que aún así permitía claras diferenciaciones regionales. A pesar de los esfuerzos de la Iglesia y de la Administración durante la época colonial por mantener un orden en la vestimenta, algunas prendas (sobre todo el cinturón y las llicllas de las mujeres) siguen representando los códigos antiguos, que están plasmados en los diseños de rayas y que apenas se habían investigado científicamente hasta hace pocos años. De forma parecida a los alfareros, los tejedores sufrieron la sustitución de sus productos por la producción en masa, pues su clientela, si bien apreciaba el arte, estaba más interesada en el valor útil de las prendas de ropa.


Cerámica

No está claro si los mates sirvieron de modelo para las primeras vasijas de cerámica del antiguo Perú —tal como piensa el historiador de arte José Sabogal— o si simplemente se asoció el nuevo material con la primitiva forma circular de los recipientes. En cualquier caso, la arcilla es uno de los materiales utilizados desde hace más tiempo en todo el mundo para fabricar objetos de uso corriente. En los Andes peruanos los recipientes de arcilla aparecieron relativamente tarde, hace unos 4.000 años, pero pronto se convirtieron en elementos esenciales de muchas culturas prehispánicas. La expansión de su fabricación ha estado hasta hoy en día condicionada por determinadas circunstancias ecológicas, especialmente por la existencia de arcilla adecuada, de combustibles y de materias colorantes. En Ayacucho, el pueblo de Quinua, conocido por la decisiva batalla en la Pampa de la Quinua durante la guerra de independencia, tiene una tradición especialmente desarrollada de producción de cerámica. Entre los productos típicos de la zona hay, además de recipientes, muchos objetos de culto como crucifijos o reproducciones de iglesias en arcilla, que se colocan sobre los techos de las casas para que velen por la suerte de sus inquilinos.

 

Alabastro (piedra de Huamanga)

Los objetos de culto son también el principal producto de otra rama del arte popular que tiene especial importancia en Ayacucho: las tallas en piedra de Huamanga, un alabastro especial que se encuentra en la provincia de Cangallo, al sur de la capital del departamento. De la época prehispánica no ha sobrevivido ningún uso de este material. En cambio destacan las tallas en alabastro de la época colonial y republicana, en su gran mayoría ejemplo de las artes aplicadas de ámbito religioso, como estatuas de santos y adornos de los altares. Naturalmente la mayoría de encargos provenían de la Iglesia, pero también los hacían hacendados adinerados y otros ciudadanos. La vieja ciudad episcopal de Ayacucho, centro de la ortodoxia religiosa desde el siglo XVI, con sus 33 grandes iglesias y una clase alta muy tradicional y regionalista, era el lugar donde mejor se podía desarrollar este arte religioso, poco común incluso en la época colonial. Del siglo XIX también se han conservado algunas obras de arte popular religioso en alabastro, sobre todo retablos, aunque se trataba de una excepción por el alto precio del material. Así pues, los escultores de piedra de Huamanga no eran propiamente artistas populares, sino que estaban subordinados temática y estéticamente a los pocos clientes de clase alta que tenían. A semejanza de los pintores de iglesias, estos escultores inspiraban su elección y su concepción temàtica en grabados y otros modelos importados de Europa (Majluf/Wuffarden 1998). Durante el apogeo de este arte local era habitual pintar de colores la blanca piedra. En el siglo XX la talla del alabastro sufrió una decadencia y perdió el esplendor que tenía para la iglesia y los terratenientes de Ayacucho. No fue hasta la segunda mitad del siglo, con el auge general del arte popular por a las nuevas circunstancias, cuando esta rama artística experimentó su propio renacimiento.


Retablos

Los ganaderos, agricultores y arrieros necesitaban para sus ceremonias los cajones de San Marcos, cajas de madera en las que se solía representar a San Marcos, patrón del ganado vacuno, a San Lucas, patrón de los leones, a San Juan Bautista, patrón de las ovejas, a San Antonio, patrón de las mulas, a Santa Inés, patrona de las cabras, y generalmente también a San Jacobo, patrón de las llamas (Razzeto 1982: 92). Llama la atención que San Isidro, protector de los agricultores, no aparezca en los retablos de Ayacucho5, lo que evidencia que estos altares portátiles importados de España (Lauer 1982: 148) eran usados exclusivamente por pastores y arrieros, que, dicho sea de paso, se dedicaban también a la venta de retablos en otras regiones. En cualquier caso, San Isidro, junto con el resto de santos y la Virgen María, aparecía frecuentemente representado en las iglesias y también en pequeñas tablas portátiles (Macera 1979). En los cajones de San Marcos, al lado de los santos siempre había imágenes de aquello que protegían: los animales y sus amos. En total, hasta unas veinte figuras poblaban cada pequeño cajón (Razzeto 1982: 92) 6.
Otra forma tradicional de designar al retablo era missa (Jiménez 1992), nombre que deriva de su finalidad: en los rituales al aire libre se colocaba al lado de otros objetos, de manera que la missa representara a la vez el orden de las figuras en el retablo y el orden cósmico, que era igual en el cristianismo y en las viejas culturas andinas por la separación del mundo celestial y la vida terrenal en dos pisos (Jiménez 1992: 34).
Paralelamente a los cajones de San Marcos más sencillos, que a veces sólo contenían algunos de los santos mencionados, se desarrolló otro tipo de cajones de dos pisos. Estos solían mostrar en la parte inferior al hacendado que había hecho el encargo o tareas de la vida cotidiana de agricultores y pastores. Uno de los temas típicos era “la Pasión”, en que el propietario azota al ladrón de ganado mientras su mujer le pide clemencia (Del Solar 1992: 19), lo cual también remite a la función protectora de los retablos.
No debe sorprender que, con este trasfondo, la representación tradicional de los santos estuviera estrictamente reglamentada. Como recalcaba Joaquín López Antay, el primer artista de retablos de fama suprarregional, todo santo tenía en el retablo su lugar, sus insignias, sus ropas y sus colores (Razzeto, 1982: 97): “Si uno quiere, puede cambiar, pero ya no es igual, ya no es ese santo”. Para que el retablo cumpliese su función no era necesaria la libertad artística, sino la adhesión a las pautas de representación. Su función ritual estaba establecida desde hacía tanto tiempo que su estética tampoco podía cambiar.

 

Tablas de Sarwa

Ya hemos mencionado que para estos y otros rituales parecidos también se usaban ocasionalmente tablas pintadas. En la cultura inca, la pintura tenía un papel muy relevante: a menudo se pintaban las paredes de los edificios ceremoniales, y muchos recipientes de madera coloreados (q’eros) han llegado hasta nuestros días. Como cuentan algunos cronistas7, los incas se valían de la pintura de tablas para contabilizar la población y los recursos, igual que con el sistema de cordeles llamado quipu. Pero a diferencia de otras técnicas artísticas precolombinas, la pintura apenas ha tenido continuidad en el arte popular de los últimos tiempos por la dura persecución española de las representaciones gráficas indígenas.
Un caso especial es el pueblo de Sarwa, al sur de Ayacucho. Una leyenda local dice que antiguamente se refugiaban allí los pintores expulsados de Cuzco por los españoles. Lo que es seguro es que ya en época colonial se desarrolló en Sarwa  la tradición de regalar una viga pintada a quienes construían una casa nueva para mostrar el afecto de familiares y amigos. Los interesados se inmortalizaban en esta viga mediante autorretratos o retratos hechos por artistas que ilustraban su convivencia con los inquilinos. La viga era también una representación simbólica del trabajo conjunto en la construcción de la casa. El responsable de este regalo ritual era el padrino de la familia, que había asumido una responsabilidad especial aceptando esa relación de parentesco. De ahí el nombre “vigas del compadre”.
Más adelante la viga se convirtió en una gran tabla que se fijaba de forma visible a una viga de soporte. La tabla más antigua conservada data del año 1876 (Nolte 1991: 14). Todas las que se han conservado, además de la crónica familiar (los miembros de la familia que han ayudado en la construcción de la casa), muestran en la parte superior una representación del sol (inti) y a veces de los wamanis, los dioses de la montaña en las zonas rurales. En el espacio inferior aparecían representados cantantes de yaraví y portadores de chicha, quienes remiten a la vez a ritos religiosos prehispánicos y a elementos imprescindibles en la fiesta de inauguración de la nueva casa.
En la parte inferior de la tabla, encima de la obligatoria dedicatoria del compadre, estaba siempre representada la Virgen María, que representa a su vez a la Pachamama (madre tierra). Así pues, toda la familia estaba rodeada de símbolos cristianos y precristianos que protegían la nueva casa y a sus inquilinos. En los espacios intermedios se representaba a aquellos familiares que, por su posición social en la comunidad, podían y estaban obligados a ayudar en la construcción (Araujo 1998). En estas tablas, igual que en los retablos, no era importante la calidad artística, sino la fidelidad de la representación.

 

De la artesanía al arte popular

La progresiva desaparición de las formas tradicionales de la vida rural —en Ayacucho más lenta que en otras regiones— llevó consigo una disminución de la demanda de todos estos objetos. Como resultado, la producción artesanal también disminuyó y comenzó la emigración a las grandes ciudades (sobre todo a Lima) que hoy en día sigue teniendo lugar8.Sin embargo, la creciente importancia de los centros urbanos, sobre todo de la capital departamental Ayacucho, permitió una mayor especialización y profesionalización de la producción artesanal. La producción de objetos artísticos para los rituales campesinos y religiosos dejó de ser suficiente; había demanda de nuevos mercados. Pero no sólo evolucionó la artesanía utilitaria —con el fin de cubrir las nuevas necesidades, cada vez mejor satisfechas por la producción industrial—, sino también la artesanía artística, que a partir de los años cuarenta comenzó a tener salida gracias al incipiente turismo.
Así, por ejemplo, el antiguo cajón de San Marcos, prácticamente en extinción, se convirtió hacia 1940 (Macera/Wiesse 1997: 22) en el actual retablo9, del que cada año se venden decenas de miles en todo el mundo. En los retablos se substituyeron los santos por “escenas típicas”: representaciones de fiestas populares, eventos rurales como la cosecha de tunas o las corridas de toros, la producción artesanal (de sombreros, máscaras, telas, etc.), procesiones eclesiásticas (sobre todo de Semana Santa), leyendas y rituales, y muchas otras. Además, el número de figuras aumentó y algunos retablos se ensancharon y crecieron hasta más de un metro de altura, pasando a tener tres y cuatro pisos. En algunos casos se dibujaban puertas y tejados planos alrededor de la tabla. A veces esas mismas puertas hacían la función de cajones para dar cabida a más figuras.
Los alfareros siguieron el mismo camino. En parte adoptaron temas de los retablos y en parte desarrollaron sus propios temas y modelos a partir de elementos de la cerámica tradicional. Así, las iglesias de arcilla que originalmente se colocaban sobre el techo de las casas como protección pueden adquirirse desde hace tiempo en cualquier tamaño y adornadas con escenas tradicionales. En Quinua, el centro de producción de la cerámica ayacuchana, situado cerca de las regiones selváticas, los alfareros convirtieron, con una gran fantasía y humor satírico, figuras típicas de la tradición popular como los chunchos (indios de la selva) o los músicos en populares temas de representación, ya fuera en grupo o individualmente. Hasta entrados los años noventa, estas figuras se representaron siguiendo las formas tradicionales y con los colores que ofrecía la tierra colorante de la región.
La tejeduría tradicional, cuyo producto más importante eran las prendas de ropa tradicionales, sobre todo de las mujeres, ya se modernizó en los años sesenta gracias a la ola de proyectos de desarrollo de los Peace Corps americanos que recorrió toda Latinoamérica. Se incorporaron temas, diseños y colores nuevos, y en el extranjero se abrieron mercados para los nuevos productos de Ayacucho (como los tapices), que sin embargo no se consideraban suficientemente “típicos”. En una segunda ola de renovación, los tejedores buscaron nuevos temas en la cultura inca, y más concretamente en la cultura huari, y redescubrieron multitud de sustancias y técnicas de coloración.
La crisis azotó especialmente a los escultores de alabastro, que antiguamente habían exportado sus productos fuera de Perú (González Carré y otros, 1995: 237). Junto con su clientela de dignatarios eclesiásticos y de aristócratas huamanguinos, la escultura de alabastro prácticamente desapareció a principios de los años veinte (Arguedas 1985: 161). Los pocos talleres de alabastro que quedaron se dedicaron al llamado “arte de aeropuertos” 10, es decir, la fabricación de artículos de mala calidad como ceniceros, réplicas de la catedral y de los obeliscos de Quinua o huevos de Pascua decorados con pesebres.
La pintura de Sarwa  no experimentó impulsos nuevos en un primer momento. A diferencia de los alfareros, los talladores de mate y los retablistas, los pintores de Sarwa  no eran artesanos especializados, ya que no se ganaban la vida vendiendo sus productos (Evanán Poma 1982). No fue hasta la emigración masiva de los años setenta cuando la pintura de Sarwa  entró en un nuevo piso de desarrollo. Algunos de los pintores más talentosos del pueblo fundaron en Lima un taller donde pintaban óleos sobre tabla, que luego vendían en los mercados de artesanía de la capital. Esos pintores dejaron atrás el diseño tradicional de las “vigas del compadre” y empezaron a retratar con todo detalle la marcada cultura tradicional de su pueblo. Así apareció una gran variedad de temas: los mitos y las costumbres importantes del pueblo, los trabajos agrarios y artesanales transmitidos a lo largo del tiempo y los acontecimientos más importantes de la vida social y política. Entre los temas más recurrentes también estaba la construcción de casas y la misma pintura tradicional, que por lo tanto se autorretrataba.
El estilo artístico de estas pinturas está claramente orientado a las representaciones “naif” en las vigas o en las tablas de las casas, pero a la vez muestra nuevas tendencias profesionales. Su distribución del espacio, su coloración y sus trazados están ideados conjuntamente. De esta forma todos los miembros de un taller pueden pintar tablas con cierta unidad estilística, como requiere la venta en la gran ciudad. Sin embargo, la pintura de Sarwa  no evolucionó al margen del propio pueblo. La perspectiva de este se plasmaba escrupulosamente en las tablas que se producían en Lima. La pintura Qala vanidoso, por ejemplo, en la que están caricaturizados los pueblerinos que emigraron a la ciudad, fue pintada precisamente en Lima.
En la evolución de todas las artes mencionadas se observan dos tendencias opuestas, ambas comprensibles como estrategias económicas racionales para hacer frente a un mercado en transformación. De ahí que tengan a los mismos artistas y talleres como sujetos. Se trata de:


- La producción en masa de artículos (por lo general de pequeño tamaño) para los mercados de turistas de la región, sobre todo de Lima, y en cierta medida para el extranjero: minirretablos en forma de caja de cerillas con temas como la cosecha de la tuna,tunas, pequeñas calabazas con representaciones de bodas campesinas, belenes en miniatura y ceniceros de piedra de Huamanga con armas peruanas, o pies de cama con diseños incas. Estos son algunos de los productos estereotípicos peruanos producidos en masa que se venden a precios irrisorios. Lo “típico” o lo “costumbrista” en estos artículos no está tan definido por el artesano como por el intermediario, que informa al primero de lo que en los mercados de las ciudades se considera popular o típico del país.


- La asimilación de nuevos temas y formas de expresión en artículos normalmente grandes y costosos, llevada a cabo por artistas individuales que consideraban el sometimiento a las formas tradicionales de expresión del arte popular un desafío para la producción del futuro. Esto también es una respuesta económica a la crisis del mercado tradicional. Los artículos de fabricación individual, con temas nuevos y atractivos, conseguían precios muchos mejores que las reproducciones de modelos tradicionales11.


Este proceso llevó a los mejores artistas populares a reinteresarse por su propia cultura. Algunos de ellos llevaron a cabo investigaciones minuciosas y viajaron a pueblos lejanos en busca de temas nuevos y auténticos para sus obras, otros encontraron la inspiración en la historia de Ayacucho y del Perú, y otros descubrieron que la realidad social del momento también ofrecía materia para la creación artística.
Esta evolución se comenzó a animar a mediados del siglo XX gracias al interés de artistas, literatos, historiadores y académicos como el poeta y antropólogo José María Arguedas, que durante toda su vida tuvo un contacto amistoso con muchos artistas y músicos indígenas. También hay que hacer referencia al historiador Pablo Maceda, al pintor y diseñador José Sabogal y a las hermanas Alicia y Alfonsina Barrionuevo, que desde mediados del pasado siglo “redescubrieron” el arte popular peruano como forma de entender incluso el Perú criollo. Desde ese momento también se dieron a conocer artistas individuales. A través de la relación personal con los mencionados intelectuales, que ya no seguían el indigenismo de las generaciones anteriores pero que fomentaban el reconocimiento de la cultura indígena a nivel nacional, los artistas populares experimentaron una revalorización de sus obras y pudieron prepararse para la evolución de su trabajo artístico con una nueva autoconfianza. Esa confianza, que implicaba la reflexión sobre su papel como artistas, sobre su propia conciencia de artistas, significó la verdadera transición de la artesanía al arte popular. El contexto cultural de los productores y compradores de arte ya no es el mismo que en la producción tradicional. La nueva clientela ya no valora los artículos artesanales por su valor material o ritual, sino como objetos artísticos o como hallazgos etnográficos, y el arte popular responde a ambos.
Ese estado de ánimo fue acompañado de una fuerte influencia de los intelectuales interesados en el arte popular, quienes de forma real o figurada adoptaron el papel de padrinos, con los derechos y obligaciones que eso comporta en la cultura andina. Los artistas más destacados pertenecían y pertenecen en parte a la élite educada local y comparten su tendencia a inventar y adornar tradiciones, que más adelante son rectificadas por los intelectuales y usadas como materia prima para sus propios trabajos. De esta interacción han surgido obras sobresalientes e innovadoras, pero también algunas interpretaciones cuestionables.
“El retablo es un cerro, por eso lleva un triángulo en la parte superior. Cuando se realiza el pago al apu, el cerro se abre. Entonces se aprecia dentro todo un mundo mágico que intento plasmar en camarines y púlpitos con imágenes religiosas y de la vida cotidiana”. Esta es una declaración que hizo uno de los grandes retablistas, Jesús Urbano, a una periodista, quien la publicó en el boletín oficial peruano (Pinedo, 2002), sin darse cuenta que las palabras de don Jesús responden mucho más a la expectativa de un público urbano, ávido del “mundo mágico” andino, que a la historia del retablo. El Museo Nacional de la Cultura Peruana presenta en su página web a uno de los mejores ceramistas de Quinua, Mamerto Sánchez, y cita su explicación de cómo su padre aprendió el arte directamente del wamani local: “Y conversaba con él. ‘Cuando regresaba, había sacado varios modelos sin haberle enseñado nadie, así mediante el wamaní’” (Museo Nacional, 2002). Estilizaciones de este tipo son parte del un proceso de reinvención de este arte popular desarrollado en búsqueda de un lugar en el ámbito nacional. Según José María Arguedas, que siempre observó la evolución del arte popular ayacuchano con una atención apasionada, fue el carácter mestizo de los artistas populares ayacuchanos lo que les permitió participar creativamente de este cambio mejor que a los artesanos puramente rústicos de otras regiones (Arguedas 1958: 162).
La presencia actual del arte popular ayacuchano, y peruano en general, en los museos nacionales y en las páginas culturales de las revistas más prestigiosas se ha conseguido haciendo frente a una fuerte resistencia. Las duras polémicas surgidas en 1975, cuando Joaquín López Antay recibió el Premio Nacional de Cultura del Instituto Nacional, son testimonio de ello12. López Antay ya era entonces un conocido retablista; había sido descubierto y promocionado por Arguedas e incluso había disfrutado de reconocimiento internacional por su estilo personal y sus temáticas innovadoras. Sin embargo, muchos artistas cultos de la capital que seguían los modelos internacionales consideraron una ofensa que un artesano recibiera ese premio. Juan Manuel Uribe, pintor y por entonces director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, decía en una carta de protesta: “El artesano no es un creador sino un conservador de formas heredadas que, con más o menos habilidad o espontaneidad, reproduce serialmente”. Mientras López Antay defendía precisamente la emancipación del artista popular del estándar de producción artesanal, los indignados defensores del arte establecido insistían en lo contrario. Se hablaba de una forma de expresión de la “masa indiferenciada” y desde el círculo de artistas cultos se llegó a proponer un acto de resarcimiento público por los candidatos que no habían sido considerados para el premio y con ello “ofendidos” (“Homenaje...”, 1997:75).
Más allá de la polémica sobre la entrega del premio a López Antay había otro enfrentamiento más profundo. La decisión del jurado era del gusto del gobierno militar de entonces, que, mediante la introducción de la educación bilingüe en las escuelas de las zonas rurales, la ampliación de una enseñanza pública reformada y el reconocimiento de la cultura popular, quería apoyar su reforma agraria con una política cultural orientada a la reapropiación de una nacionalidad peruana basada en la cultura prehispánica13. Finalmente el gobierno fracasó en su objetivo, ya que los pequeños campesinos, anclados a sus comunidades tradicionales, no aceptaron la reforma agraria, que estaba orientada a las grandes empresas. Sin embargo, la nueva política cultural dio paso a la gestación de una nueva conciencia de la sociedad agraria y de sus élites locales, que el gobierno militar no pudo controlar, como mostraron los duros altercados de 1969 por la gratuidad de la enseñanza. Ese primer conflicto con el gobierno militar, en el que hubo varias muertes, quedó profundamente grabado en la memoria colectiva de Ayacucho (González Carré y otros, 1995:131).

 

Conflictos políticos y sociales en el arte popular

Como resultado de esa nueva conciencia se redescubrió la historia de las luchas sociales entre los indígenas (especialmente los habitantes de la región de Ayacucho) y sus diferentes opresores y se convirtió en tema de las obras del arte popular. Los datos históricos sobre la lucha por la libertad de los indígenas y de la población mestiza de la región se convirtieron progresivamente en objeto de creación e interpretación artísticas.
Sin embargo, esa temática no era totalmente nueva: décadas atrás ya se habían encontrado “mates narrativos” decorados con escenas históricas de la guerra contra Chile14 o con importantes acontecimientos políticos locales (Sabogal [1945] 1987). Mientras que el mate (con menos tradición ritual) se ofrecía en cierta manera como material para ese tipo de creaciones artísticas libres —que eran pocas—, los retablos tuvieron que pasar por un proceso de desacralización antes de que sus creadores pudieran dedicarse a los temas históricos. Por otro lado, el arte de la talla en piedra de Huamanga, que había florecido entre la época colonial y el siglo XIX, además de satisfacer las necesidades religiosas de la Iglesia y de las familias, durante la guerra de independencia había cubierto una gran demanda de representaciones alegóricas de los héroes de la guerra (Majluf/Wuffarden 1998: 107ff).
La temática religiosa también fue motivo de conflicto, sobre todo en el caso del apóstol Santiago, cuya doble imagen de protector y opresor de los indígenas permanecía en la conciencia del pueblo (Huhle 1994). Montado a caballo, sobre los cuerpos de moros o indígenas vencidos o acompañado de los animales protegidos de los campesinos, desde el principio de la presencia española en América Santiago ha sido un motivo de representación tan ambiguo como habitual, tanto en el arte eclesiástico y palaciego como en todas las variantes del arte popular. En las esculturas en piedra de Huamanga y en los retablos aparece no sólo en compañía de los demás santos patronos, sino en ocasiones como figura única. Santiago era también era un motivo habitual de los q’eros coloniales, vasos pintados de la cultura inca que representan una de las líneas tradicionales de la pintura andina (Flores 1995: 100f).
El gran número de pinturas y esculturas creadas por artistas indígenas y mestizos durante la época colonial y el siglo XIX para iglesias y monasterios de Perú también forma parte del inventario iconográfico en que los artistas populares del siglo XX pudieron inspirarse. Es fácil reconocer la fuente de inspiración de algunos artistas actuales en las dramáticas representaciones —hoy en día parecen naif— de la época colonial sobre temas centrales del cristianismo (como el descenso a los infiernos) y sobre la vida de los santos, así como sobre acontecimientos históricos de la conquista de Perú.
En el convento de Santa Clara de Cuzco, por ejemplo, hay un relieve de escayola pintada que representa el Milagro del Sunturhuasi durante el asedio de Cuzco por las tropas de Manco Inca (Gisbert/Mesa 1991: 241), un hecho explicado por muchos cronistas y pintado también en otras iglesias. Se dice que gracias a la intervención de Santiago y la Virgen María, que lanzaron arena a los ojos de las superiores tropas indígenas, los incas no pudieron reconquistar la ciudad. El relieve, de autor anónimo y fechado en el siglo XVIII, remite a los retablos actuales no sólo por los materiales usados, sino también por la dramática representación de una guerra urbana en la parte inferior.

 

Violencia política como tema del nuevo arte popular ayacuchano

Ayacucho es una remota región montañosa del sudoeste de Perú de medio millón de habitantes y cuya economía siempre se ha basado en la agricultura. A partir de 1980 fue el centro de actividades del grupo rebelde Sendero Luminoso. Además, en el departamento de Ayacucho se ha concentrado desde los años ochenta la creciente violencia política del país. Desde 1983 la región ha estado en estado de excepción la mayor parte del tiempo. La represión del ejército y de la policía y las acciones rebeldes han exigido a la población un alto tributo de sangre. Más de diez mil muertos, varios miles de desaparecidos, pueblos desiertos y regiones despobladas son el resultados de los conflictos. Desde 1993 algunas zonas de la región han experimentado una recuperación parcial de la población (Huhle 1997). Sin embargo, persistían el miedo y la tensión, y hay muchos acontecimientos relacionados con la guerra sobre los que no se hablaba durante varios años. Sólo las audiencias públicas organizadas en varios lugares de la región por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, fundada en julio de 2001, han sido capaces de romper en parte el silencio. Ahora, finalmente, la sociedad puede recordar las penas de los tiempos de guerra sin miedo a represalias.

Sin embargo, los artistas populares de Ayacucho ya habían practicado una forma no verbal de recuerdo con anterioridad. La guerra entre la guerrilla de Sendero Luminoso y el ejército peruano supuso para los artistas más dotados un desafío especial. En una época en que se encubrían las atrocidades, su arte tenía especial importancia. Artistas populares conocidos y desconocidos ahondaron, con los recursos que tenían disponibles, en la violencia política que reinaba en la región: los músicos, con muchas canciones nuevas, y los artistas plásticos, con retablos, telas, esculturas de piedra y arcilla y tablas pintadas, que conservaban y renovaban a la vez las antiguas tradiciones del arte popular. Los artistas podían recurrir a los elementos estilísticos tradicionales, pero al mismo tiempo las nuevas libertades artísticas les permitían alcanzar niveles expresivos de mucha fuerza. Bajo la presión de la situación que existía desde 1980, el arte popular tuvo que demostrar que era suficientemente fuerte y polifacético para reaccionar de forma creativa a los cambios sociopolíticos sin renunciar a su estilo y técnicas tradicionales.
Algunos artistas ya habían tratado temas de violencia históricos y actuales antes del comienzo de la guerra de Sendero Luminoso. Florentino Jiménez, por ejemplo, se dedicó desde principios de los años setenta a crear retablos sobre temas históricos como la guerra de las montoneras del General Cáceres contra los invasores chilenos o la guerra de independencia. En 1976 trató por primera vez un tema político actual (Huertas 1987: 117ff). Años atrás, Joaquín López Antay había hecho un retablo de dos pisos con una escena de la cárcel de Huancavelica en la parte superior y con el inventario típico de los cajones de San Marcos en la inferior (Mendizábal Losack 1963/64: Fig. 31).
En los años ochenta se retomaron los temas tradicionales de violencia política y se trataron con más asiduidad. No es casual que temas como la leva —la temida captación de jóvenes en el campo por el ejército, que tiene una larga y oscura tradición en los países andinos— se convirtieran de repente en motivo de grandes obras en forma de retablos, pinturas al óleo o esculturas de alabastro. Probablemente parecía menos comprometido tratar esos temas históricos que discutir directamente los sucesos actuales. Aún así, pocos años después del comienzo de la guerra ganó fuerza la segunda postura.
En cualquier caso, en los años ochenta comenzaron a aparecer obras sobre temas tradicionales y actuales, en su mayoría creadas de forma individual y en circunstancias dramáticas. El destino de algunas de esas obras refleja precisamente su temática: tenían que pasar controles militares y eran destruidas si se consideraban subversivas. Otras, sin embargo, bajo la ocupación militar y las amenazas de los dos bandos, encontraron un nuevo mercado en círculos intelectuales que también se dedicaban a analizar las causas de la violencia política. Incluso los propios militares establecidos en Ayacucho mostraban interés por este tipo de obras, sobre todo cuando su mensaje parecía tan ambiguo que se podía interpretar según las propias ideas, una estrategia que ya habían utilizado los talladores de alabastro durante la guerra de independencia (Majluf/Wuffarden 1998: 118). De vez en cuando incluso aparecían nuevos mercados con pequeños artículos de producción en masa sobre el tema de la violencia, que eran adquiridos tanto por soldados como por turistas15.
Sin embargo, eran las numerosas y expresivas obras individuales de gran formato las que, de forma diferente pero siempre efectista, ilustraban el doloroso enfrentamiento de los artistas con la brutal violencia en su región. A continuación se explican algunas de estas obras con más detenimiento.

 

Tablas pintadas de los emigrantes de Sarwa

Cuando en 1980 tuvieron lugar las primeras acciones armadas de Sendero Luminoso en el departamento de Ayacucho, prácticamente todas las víctimas fueron habitantes de pueblos apartados como Sarwa. Los campesinos apenas podían defenderse de los invasores armados del grupo rebelde ni de la policía y el ejército, que supuestamente los tenían que proteger. Muy a menudo tenían que soportar en silencio los abusos de los invasores. Sin embargo, la mayoría no se dejó acaparar por ninguno de los bandos. Los artistas de Sarwa  ya habían acuñado el término “Uma Muyoy” (enfermedad de las vacas locas) para la representación de aquellos políticos que aparecían esporádicamente antes de unas elecciones y luego no hacían nada por el pueblo. La escéptica perspectiva de los artistas permanecía inalterable incluso aunque tuvieran que emigrar a Lima, donde algunos de ellos, además de las costumbres tradicionales de su pueblo, seguían recordando esas dolorosas experiencias mediante pinturas al óleo. Algunas, como Onqoy o Maldecidos, expresan de forma dramática en letra e imagen lo que los campesinos tuvieron que soportar de ambos bandos en aquella repugnante guerra.

 

Onqoy (locura)

“Portando metralletas cuchillo petardos explosivos y bandera con vestidos distintos llegaron intrusos elementos extraños a la comunidad sacando casa en casa a los comuneros a un cabildo obligando con amenazas de muerte se les escuche sus falsas promesas de justicia social - mejor estandar de vida - humildes inocentes campesinos netamente hable quechua con ideología propia de tradición no comprenden discurso prometidoras de los extraños – confundidos por el cambio de vida deploran a los apu suyos y a los patrones de la comunidad pidiendo protección urgente.”

 

Maldecidos

“En diferentes comunidades y caminos a la ciudad los maldecidos soldados aprehenden a golpes y patadas a los hinocentes indefensos en busca a los malhechores intrusos mal de rabia terroristas [.] los apresurados sedientes y ambrientos semimuertos son conducidos a la ciudad para ser juzgados por elelmentos que no conocen la vida tradicional de origen incaica.”

 

Cerámica: Huelga campesina

En 1985 el joven ceramista Gregorio Aparicio, del pueblo alfarero de Quinua (Ayacucho), fabricó una interesante obra que destaca por su gran detallismo. Se trata de un retablo de cinco pisos, de aproximadamente un metro de altura y 70 centímetros de anchura, que sin embargo no está formado por figuras hechas de gachas y pintadas de diferentes colores, sino solamente de figuras y edificios de arcilla.
Los cinco pisos narran una historia conjunta. En el superior se representa una manifestación campesina en Quinua contra los elevados costes de vida, mientras algunos habitantes son evacuados en camión delante de la comisaría de policía. En el siguiente piso se muestra un asalto de Sendero Luminoso a una comisaría, en el cual mueren algunos miembros de la unidad especial antiguerrilla de la policía, los “sinchis”. En el tercer piso la situación da la vuelta: llegan refuerzos militares en helicóptero y los asaltantes mueren. Los pintores y alfareros dejaron constancia de los sucesos posicionándose claramente del lado de los militares.
¿Pero los muertos y los presos son realmente senderistas? Al mirar el retablo con más detenimiento le asaltan a uno las dudas. Si bien se puede identificar claramente a los combatientes del segundo piso por sus armas, por los característicos pañuelos que les cubren la cara y por los emblemas de sus gorros, los presos del tercer piso no tienen ninguno de estos rasgos distintivos. La presencia de mujeres apesadumbradas indica que los capturados pueden ser simples campesinos. Paradójicamente, es precisamente esta ambigüedad la que retrata mejor los sucesos reales. Finalmente, en el cuarto piso se aclaran las cosas. De nuevo, delante de la comisaría de Quinua se encuentra un enorme número de presos, en su mayoría simples pueblerinos, mientras que un pequeño grupo distinguido por sus rostros oscuros y el símbolo de la hoz y el martillo representa a los rebeldes.
Pero la historia no se ha acabado. Todavía queda el quinto y último piso, que nos introduce en un infierno sin igual en el arte popular de Ayacucho, que no es precisamente pobre en representaciones dramáticas. Hombres y mujeres indefensos son masacrados sin piedad por soldados fuertemente armados. En primer plano yacen pedazos de cuerpos mutilados, mientras que al fondo los soldados se ocupan de terminar su sangriento trabajo. Lo que según la colorida técnica convencional de los retablos parecería cine insoportablemente malo, en este caso quita el aliento al espectador con su sobrio uso de cerámica y sus colores pálidos. En sí misma, esta escena es sin duda una de las representaciones del horror más conmovedoras que ha producido el arte popular ayacuchano. Pero además se trata de una incriminación masiva por su ubicación al final de la secuencia escénica del retablo: dado que no sigue a una escena de lucha sino de cautiverio, los sucesos se presentan como una matanza totalmente intencionada, como una verdadera masacre. Justamente en Quinua, los artistas populares sufrieron experiencias en carne propia que explican este tipo de representaciones al límite. Una noche de 1983 los “mercenarios”, así llamados por los pueblerinos, sacaron de sus casas a un gran número de jóvenes ceramistas y se los llevaron del pueblo. Ocho de ellos fueron encontrados muertos, entre ellos un hermano del autor de la obra descrita anteriormente. Otros, como el propio Gregorio Aparicio y otro hermano suyo, consiguieron salvarse. La última obra maestra del hermano fallecido —que había vuelto poco antes de Canadá, de su primera exposición internacional—, una formidable iglesia de Quinua, descansa en el salón de la casa de la familia Aparicio como un recuerdo mudo y permanente.

 

Arte textil: las trenzas

En el arte textil se encuentran ejemplos muy diferentes y mucho más sutiles del enfrentamiento con la situación en Ayacucho. La familia Oncebay es una de las renovadoras de este arte tradicional de Ayacucho, sobre todo en cuanto al redescubrimiento y desarrollo de los colores naturales y en cuanto a la temática. Entre los motivos figurativos que ha desarrollado Saturnino Oncebay, se encuentra la representación, en numerosas variantes, de un grupo de mujeres que dan la espalda al espectador. En su forma más elemental, la que aquí se explica, este motivo consta de dos figuras femeninas muy estilizadas, de cuerpo ancho y rollizo, con un pañuelo hexagonal, un sombrero blanco y negro al estilo de Huamanga y dos gruesas trenzas negras. Estas siempre están tejidas a modo de trenzas reales y sobresalen de manera que estilizan un poco la forma de la alfombra, que si no sería muy geométrica. A la vez, las trenzas acentúan el hecho de que las mujeres den la espalda al espectador, una perspectiva muy poco habitual y con un claro significado simbólico. Los colores de la alfombra indican que este dar‑la‑espalda está relacionado con la violencia en Ayacucho: el cuerpo de ambas mujeres, a imitación de las numerosas faldas de colores que las campesinas andinas solían llevar una encima de otra, está formado por diversas franjas que constituyen una secuencia escalonada de colores, en un caso roja y en el otro verde. Rojo de Sendero Luminoso y verde de los soldados; algo muy obvio y que sin embargo muy pocos imitadores de este motivo han entendido, como comenta Saturnino Oncebay. Tanto es así que en todos los mercados de artesanía de Sudamérica se pueden encontrar innumerables imitaciones —generalmente malas— de las mujeres de las trenzas en todos los colores posibles. Pero prácticamente nadie conoce la dolorosa génesis de este motivo.

 

Retablos: Los mártires de Uchuraccay de Florentino Jiménez (enero de 1984) y Pobrechalla campesino de Teodoro Ramírez (1988)

A finales de 1983 se percibió por primera vez en Lima, y con ello en el ámbito público de todo el país, la crueldad de la guerra que llevaba dos años y medio cobrándose vidas en las montañas de Ayacucho. Ocho periodistas salieron de Ayacucho para informar sobre una masacre que se había producido unos días antes en un pueblo apartado. Poco antes de llegar a su destino, los periodistas y su guía indígena fueron brutalmente asesinados en la aldea de Uchuraccay, en circunstancias que hoy día siguen sin esclarecerse completamente. El gobierno y la administración militar de la época hicieron lo posible por impedir que se informase sobre las causas del crimen. La Comisión de la Verdad y Reconciliación, instaurada en 2001, dedicó un largo capítulo a los sucesos de Uchuraccay y llegó, llegando a la conclusión que los militares y policías habían incitado a los campesinos a matar a todo extraño que llegase al pie al pueblo a pie16. El velo de misterio del caso es sin duda uno de los motivos por los que la matanza de Uchuraccay sigue más viva en el recuerdo público que las numerosas masacres que hubo en años posteriores, algunas de ellas mucho más mortíferas. Otro de los motivos es obviamente el hecho de que las víctimas excepcionalmente no fueran campesinos pobres sino periodistas de Lima. Su muerte llamó mucho más la atención de la prensa sobre lo que sucedía en las montañas de Ayacucho que sus propios trabajos periodísticos.
Pero, naturalmente, el caso de Uchuraccay no sólo llamó la atención de la prensa nacional, sino que quedó profundamente marcado en la conciencia del pueblo de Ayacucho, donde todavía sigue vivo, algo que no se explica en la prensa leída por tan pocos. El recuerdo se ha conservado gracias a los medios tradicionales de transmisión oral y pictórica. La masacre de Uchuraccay ha suscitado la imaginación de los artistas populares como pocos sucesos en la guerra sucia de Ayacucho. Sobre este tema se han compuesto numerosas canciones y se han escrito textos literarios, pero sobre todo se han hecho muchas representaciones gráficas. Existen dos grandes retablos de diferentes épocas que dan testimonio de los sucesos con recursos e interpretaciones diferentes.
Los martires de Uchuraccay fue creado en 1984 por Florentino Jiménez, el más respetado retablista de Ayacucho, no por encargo, sino por iniciativa propia. Este retablo es una obra poco convencional, tanto por el contenido como por la forma, y refleja el profundo pésame del autor por los sucesos de Uchuraccay. Está dividido en tres pisos: el primero ilustra la caminata de los periodistas hacia la aldea, el segundo la matanza y el último el entierro. En lugar de por la típica tabla pintada, la obra está coronada por un tríptico donde se representa una crucifixión. En el piso superior llama la atención la representación individualizada de cada uno de los ocho periodistas y del guía indígena, que, a diferencia de las figuras de los dos siguientes pisos, son de gran tamaño. La ropa y el equipamiento están representados de forma muy realista, lo que refleja sin duda la minuciosidad del debate criminológico que tuvo lugar en la prensa sobre esos detalles. Cada uno de los nueve hombres está identificado por una pequeña placa con su nombre.. Esta identificación, que la obra de don Florentino comparte con la de Teodoro Ramírez —por lo demás completamente diferente—, es sumamente insólita. La cultura andina siempre ha sido colectiva, por lo que no da demasiado lugar a las individualizaciones. Lo mismo ocurre con los artistas populares, que hasta hace poco eran siempre anónimos —no comenzaron a firmar sus obras hasta pocos siglos atrás, influenciados por la cultura urbana y el mercado—, y con sus obras, que no suelen reproducir acontecimientos concretos, sino más bien situaciones generales, siguiendo a menudo rígidas convenciones interpretativas.
Por un lado, la recreación individualizada de las figuras y su identificación explícita refleja sin duda su consideración de “mártires” por la prensa. Pero, por otro lado, los acontecimientos de Uchuraccay son realmente incomparables. Masacres de campesinos, conoce muchas la historia. Estos se compadecen de los muertos y lloran por ellos, pero no se les ocurriría venerarlos como a héroes o mártires. Los muertos permanecen en el recuerdo, pero de forma anónima para los forasteros, más ligados a su pueblo y al lugar de su fallecimiento que a sus propios nombres. Sin embargo, los periodistas no pertenecen a ninguna comunidad andina; deben ser identificados por sus nombres y poseen así un estatus especial, que en cualquier caso les correspondería por haber llegado a las retiradas montañas sin aparentes intereses particulares y haber muerto allí. Incluso sin las misteriosas circunstancias en que se produjeron, los sucesos ya habrían parecido a los campesinos lo bastante insólitos como para convertirlos en leyenda. Puesto que el destino de los periodistas no encaja con ninguno de los patrones interpretativos de la población andina, esta adopta gustosamente las mistificaciones propuestas por los medios de comunicación. Así pues, hoy en día es normal oír hablar de los mártires entre los campesinos de Ayacucho. De ese estatus especial también disfruta en ambos retablos la figura del guía nativo, Juan Argumedo, que representa en cierta medida el encuentro entre las dos culturas. Sin embargo, en los actos y los artículos conmemorativos de la prensa limeña no suele ser mencionado, pese a haber fallecido en las mismas circunstancias que los ocho periodistas. Para la prensa de la capital, los mártires son sus ocho compañeros, pero para los artistas populares de Ayacucho él también lo es. Cuando los artistas populares, por las razones ya explicadas, conceden al caso de Uchuraccay un trato privilegiado, también mencionan al guía con su nombre completo.
Además, en la obra de don Florentino, Juan Argumedo desempeña un papel clave. Con la mano extendida no señala el camino, sino a dos animales que según la tradición portan malas noticias: la serpiente y el zorro. De esta forma, el guía nativo introduce el incomprensible suceso en el mundo conceptual del pueblo andino. Aunque sabe reconocer las señales que su mundo le envía, por su función forma parte del mundo de los periodistas, con quienes comparte la individualidad y la muerte. Su muerte está representada en el piso intermedio del retablo de Florentino con una crueldad extremadamente realista: los habitantes de Uchuraccay matan a los periodistas con sus herramientas de trabajo (hachas, palas, picos y cuerdas). Finalmente, el piso inferior muestra el entierro (¡y menudo entierro!). Dos cadáveres son arrastrados hasta unas fosas improvisadas, donde el uno yacerá con la cabeza a los pies del otro. Estos detalles tan minuciosos coinciden con la información sobre el suceso dada a conocer por la prensa hasta ese momento (1984). Don Florentino, según afirma, había estudiado con esmero los boletines de prensa. Desde el principio hubo indicios de que los campesinos de Uchuraccay no habían realizado la matanza por iniciativa propia, sino estimulados e incluso obligados por los soldados. El hecho de que don Florentino no tuviese en cuenta ese aspecto enel retablo le ha comportado críticas. Pero la representación está hecha de tal forma que la polémica cuestión pierde importancia. En 1984 reinaba en Ayacucho un brutal clima de represión que se llevó por delante a muchos artistas. Cualquier acusación al ejército sobre la matanza de Uchuraccay, incluso a través del arte, comportaba un peligro de muerte.
Sin embargo, probablemente ese no sea el motivo principal de la cautela de Florentino Jiménez. El autor se atiene minuciosamente a los detalles probados, que ya son lo bastante horribles. En los Andes, los muertos no desaparecen totalmente de la vida de la comunidad. En los pueblos de Ayacucho, un año después de que alguien muera, los familiares se reúnen para hacer una celebración con el fallecido. Los muertos deben ser bien tratados para que guarden la paz y no causen ninguna desgracia. Y para ello la primera condición es darles un entierro adecuado. La forma de enterrar a los periodistas ilustrada en el retablo es tan inaudita para los ayacuchanos que sólo eso ya les sirve de prueba de que los responsables del crimen no pudieron ser los habitantes de Uchuraccay. Que cometieran la matanza es muy posible, pero que enterraran a los muertos de una forma tan bárbara parece inconcebible. Así pues tuvo que haber otros implicados y tuvieron que ser forasteros. Por lo tanto no es necesario representar a los soldados en el retablo para hacer comprender al espectador que hay algo raro en esa aparente claridad, siempre y cuando este conozca las costumbres de los campesinos. Don Florentino no concibió su obra para tomar partido en la disputa criminológica sobre los autores del crimen, sino sobre todo para expresar su espanto ante un suceso que parece no tener sentido y que ni siquiera tras la muerte restablece el orden de las cosas.
El artista intenta encontrar ese sentido ampliando la estructura de tres pisos del retablo mediante una “corona” que sobresale de forma poco habitual. En su escaso espacio se repite el curso de los acontecimientos de Uchuraccay en tres fases: el ascenso, la muerte y el entierro. El camino de los periodistas hacia Uchuraccay recuerda al ascenso al monte Gólgota, su propio martirio en la sucesión de Cristo. Pero la comparación más importante se encuentra en la tercera sección: el injurioso entierro de Uchuraccay equivale al llanto fúnebre ante el sepulcro de Cristo y pronostica una resurrección inminente. Sin esta perspectiva, el brutal realismo del retablo habría sido evidentemente insoportable para el artista.
El otro retablista, el joven Teodoro Ramírez, entendió el crimen de forma totalmente diferente en su gran retablo de cuatro pisos Pobrechalla Campesino, creado en 1988. El piso superior ilustra el asesinato de Uchuraccay con un realismo brutal, y que es visible en todo el retablo de don Florentino. Como ya hemos comentado, los ocho periodistas y el guía también aquí están tratados individualmente, identificados con sus nombres. En cambio, los campesinos, que en el retablo aparecen masacrados, permanecen en el anonimato tanto en la representación como en la realidad. Desde la perspectiva de 1988, la matanza de Uchuraccay, que tuvo lugar cinco años antes, adquiere necesariamente otro significado. Sigue siendo un caso único, pero tiene relación con las masacres de los años posteriores, como en cierto modo nos quiere mostrar el autor: Mirad, todo comenzó así, ¡pero que las víctimas de Uchuraccay no nos hagan olvidar a los muchos otros muertos anónimos!
Cinco años después de la matanza no sólo cambió el contexto político, sino que se hicieron juicios en dos instancias y se llevaron a cabo numerosas investigaciones independientes. En la segunda instancia fueron condenados los tres únicos campesinos de Uchuraccay que habían sido capturados. Pero el propio tribunal concluyó que tenía que haber alguien detrás del crimen, y ese alguien no estaba allí presente. Las declaraciones en el juicio del entonces general en jefe, el general Noel, eran tan evidentemente falsas que el conjunto de la opinión pública se convenció de que el ejército había participado de alguna forma en la matanza. Teodoro Ramírez introduce en su obra esta perspectiva del caso de Uchuraccay con un recurso muy impactante. Varios de los campesinos asesinos cuelgan de largos hilos movidos por unas grandes manos que salen del techo del retablo. Los campesinos son las marionetas de poderosos maquinadores, un simbolismo cuya contundencia no le va a la zaga al realismo general de la obra. Por razones obvias no se muestra de quién son las manos que mueven los hilos, pero pocos espectadores de la época albergaban alguna duda al respecto. La voluntad del artista es bien clara: ofrecer una interpretación concreta en el contexto político del momento.
Esto probablemente queda más claro en los siguientes pisos, donde Ramírez reduce las innumerables atrocidades de la guerra sucia a dos formas básicas que considera el núcleo de todo el horror. Para no dejar lugar a dudas, estos pisos tienen incluso título: “arrasamiento” y “ajusticiamiento”, tecnicismos de esta guerra que se han vuelto habituales en los últimos años. En el primer piso se ve al ejército con las manos en la masa, y en el segundo a los senderistas, los miembros de Sendero Luminoso. Las víctimas son las mismas: exclusivamente campesinos, mujeres y niños. El artista ilustra detalladamente lo que sabe del crimen por los numerosos relatos que ha oído. Pero no sólo representa la matanza, ya que en el margen izquierdo se ve una brutal violación y el robo del ganado, esto último a menudo pasado por alto, pero especialmente abominable para los campesinos. Mientras la soldadesca se abalanza sobre la población de diferentes maneras, dos senderistas se marchan tranquilamente hacia las montañas del fondo. En el siguiente piso, miembros de Sendero Luminoso ejecutan a los “traidores” o “enemigos de la revolución” de un tiro en la nuca o cortándoles el cuello, pero no usan las armas modernas que llevan consigo. A diferencia de la escena de los soldados, aquí no tienen lugar atrocidades adicionales.
En ambos pisos llaman la atención los niños que lloran desconsoladamente junto a los cadáveres de sus padres. Esta imagen —bien fiel a la realidad— hace referencia a uno de los peores problemas de la guerra, en gran parte desapercibido: las secuelas psicológicas en los niños que presencian este tipo de atrocidades.
 Finalmente, en el piso inferior el autor pretende hacer una síntesis del conjunto. Los soldados y los senderistas vuelven a estar representados de forma paralela, pero esta vez juntos en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, no se trata de un combate entre ellos; en medio del fuego cruzado se encuentran los campesinos, que se desangran mientras los combatientes de los dos bandos no muestran ningún tipo de herida. Lo que ya era claro en los dos pisos anteriores —por las idénticas alegorías de la muerte en las paredes laterales— aquí vuelve a mostrarse con toda claridad. Según la visión del artista, el pueblo no puede esperar más que muerte y opresión de ambos bandos. La representación de este enfoque es tan clara que ni siquiera la presencia del Diablo y de Dios en el último piso puede cambiar las cosas. Habrá quien vea con maldad el hecho de que el Diablo aparezca del lado de los soldados y Dios del lado de los senderistas, pero en ningún caso hay que ver en ello una división de los bandos en buenos y malos. Eso iría en total contradicción con los inequívocos mensajes del resto de la obra. Las dos figuras del Diablo y de Dios son más bien un tributo a convenciones de simbolismo religioso, que como hemos visto son muy acusadas en la obra de Florentino Jiménez.
Sin embargo, en el retablo de Teodoro Ramírez este simbolismo parece más bien forzado, prácticamente caricaturizado, como si el autor preguntase: “Y vosotros dos, ¿qué hacéis aquí?”. La causa de esta impresión es la alegoría que hay en el centro del piso inferior, que señala muy claramente la interpretación que autor quiso dar a su obra. En ella encontramos en armonía la embriaguez, el hambre, la corrupción, la injusticia y el analfabetismo, así como la muerte, que ya ha aparecido en los pisos superiores. Satisfechos, reinan el campo de batalla, que consideran su obra. Para no dejar lugar a dudas sobre la identidad de las figuras, el artista no se contenta con el dramatismo de la representación y, echando mano del lápiz, le da nombre a cada una de ellas. Así pues, no es en una lucha intemporal entre el bien y el mal, sino en estas desgracias terrenales y pasajeras donde Ramírez ve las raíces del horror que nos presenta. Y como se trata de desgracias terrenales, pasajeras y sociales, es posible deshacerse de ellas. Ramírez no llega a proponer una perspectiva concreta, pero tampoco es un fatalista, como algunos de sus compañeros de profesión que se contentan con la mera representación del horror.

 

La historia sigue: mate La captura de Feliciano y las Torres Gemelas

En septiembre de 1992 fue detenido Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso. La organización, muy centrada en el culto a su persona, se descompuso, si bien algunos pequeños grupos seguían con la lucha armada. En julio de 1999, el dirigente en libertad más importante de Sendero, Óscar Ramírez Durand, alias Feliciano, fue capturado en las cercanías del pueblo de Cochas, cerca de Huancayo (Junín). El gobierno de Fujimori, igual que en la época de Guzmán, desató una guerra propagandística, entre otras cosas, para disimular las circunstancias azarosas de esa última detención (DESCO, 1999).
Cochas es desde hace muchos años, sino el, uno de los centros de la artesanía del mate burilado en Perú. A diferencia de Ayacucho, donde este arte aún no había superado la crisis general de la artesanía, en el valle del Mantaro el tema de la violencia política apenas tenía repercusión en los años noventa17. Pero entonces allí tuvo lugar un acontecimiento importante, quizás el último acontecimiento importante en la lucha de Sendero Luminoso contra el gobierno: la llamada “captura de Feliciano”, que atrajo a periodistas y curiosos al bien comunicado pueblo de Cochas. A estos se les ofrecían mates que no ilustraban bodas de pueblo ni demás idilios rurales, sino la citada detención, lo cualresultó una buena estrategia comercial. Los habitantes del pueblo conocían las circunstancias de la detención y sabían que las versiones oficiales eran falsas. Así pues, los artesanos de mate de Cochas, que hasta ese momento se habían distanciado consecuentemente de la política, echaron mano de sus buriles para representar a Feliciano. Además de pequeñas obras de fabricación rápida, que se vendían con facilidad, también se crearon algunas obras excepcionales que requerían muchos meses de trabajo diario, siempre y cuando la salud y la vista del artista lo soportasen.
Una de esas obras es Máxima expresión, un mate enorme (de unos 30 cm de alto y ancho) con imágenes de la captura de Feliciano, de los atentados de Nueva York del 11 de septiembre y de la visita del presidente Bush a Perú en 2002, y con diminutas escenas talladas de violencia contra la población indígena. La perfecta forma del mate, la distribución de la multitud de diminutas escenas y sobre todo la libertad de la decoración mudéjar en la parte superior prueban la maestría de la artista Liz Medina. Por otro lado, la equilibrada y creativa coexistencia de escenas de tan dispar importancia muestra que la adopción de temas políticos evidentemente tiene una tradición diferente en los mates burilados que en el arte popular de Ayacucho. Como en los mates históricos, los acontecimientos políticos se presentan como una crónica, de forma neutral, sin la excitada participación del artista típica de las expresivas obras de retablistas y alfareros de Ayacucho, que serían más merecedoras del título Máxima expresión. Pero tal vez sea sólo porque los tiempos han cambiado; la población de Ayacucho y del valle del Mantaro ya no vive amenazada diariamente por su vida, como diez años atrás. Desde entonces han desaparecido en Ayacucho las grandes y expresivas representaciones de violencia social y política. Unos pocos artistas siguen dedicándose a temas actuales, que sin embargo son tratados desde el distanciamiento espacial y emocional, como en las nuevas obras de Nicario Jiménez18, uno de los hijos de Florentino. En vista de la relativa tranquilidad que se vive ahora en la sierra peruana, son otros acontecimientos los que estimulan la creación de los artistas populares. Gracias a los medios de comunicación modernos y al ascenso social que en parte han conseguido, ahora están mejor integrados en el teatro global y mediático del mundo. Están ahí, en la tribuna, como todos nosotros, y como Liz Medina, del pequeño pueblo de Cochas, aunque ella en el caso de la captura de Feliciano, en primera línea.

 

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(1) Lauer, 1993: 106.

(2) En la literatura, este motivo se hizo especialmente conocido más que todopor la novela de José María Arguedas (Arguedas, 1977), que la cual fue además fue llevadallevado al cine.

(32) Para una historia social de la artesanía y del arte popular en el Perú verv. Lauer, 1993.

(4) Así la definición del diccionario (1608) de Diego González Holguín (González Holguín, 1989). El vocablo representa un buen ejemplo de cómo una palabra puede, dentro de un amplio contexto semántico, ampliar y estrechar su significado. En el uso peruano actual, mate refiere tanto a la planta como a su fruto, además de a los vasos fabricados con el mismo, siendo este último el único significado dado por González Holguín. Además, en Perú se llama mate a todas las infusiones preparadas con hojas de plantas (a excepción del té). En cambio, en Paraguay, Uruguay y Argentina, sólo la “yerba de mate” lleva ese nombre.

(5) Sin embargo, Pablo Macera (1982: 17) anota que en algunas regiones fuera de Ayacucho existen retablos portátiles también para otros santos, entre ellos San Isidro.

(6) Para un análisis pormenorizado de los distintos santos y su localización en los antiguos retablos ver Mendizábal Losack, 1963/64: 172.

(7) P.e. Acosta, Sarmiento de Gamboa, Cieza de León, cf. Araujo, 1998: 462.

(8) González Carré et al., 1995: 233-251; cf. la descripción que en 1942 dio un autor criollo de la situación de la industria y artesanía ayacuchanas (ib.: 240): “Una enorme mayoría [de habitantes de la ciudad] es de indígenas analfabetas representativos de pueblos milenarios, que no se renuevan y donde, por lo tanto, la ignorancia es un bloque impermeable y las supersticiones se estratifican […Ayacucho] Carece de industria y no vale la pena tomar en cuenta la de los afamados trabajadores en piedra de Huamanga (alabastro), plata, cuero y madera, verdaderos artistas, pues la miseria del lugar obligolos a emigrar a Lima apenas estuvo abierta la Carretera de la muerte […] El comercio, a juzgar por los establecimientos de la ciudad, es insignificante, y su mayor renglón es el del alcohol y la coca, artículos que se exhiben a las puertas de los tenduchos atrayendo a los indios como el imán al hierro.”

(9) Según Arguedas (1958: 158), hasta el nombre retablo se debe a los pintores indigenistas que comenzaron a prestarle atención a la estética de los San Marcos a partir de los años cuarenta. cf. también Urbano/Macera 1992.

(10) “Una suerte de ‘arte de aeropuertos’, novedoso, banal y de mala calidad”, como decía José Sabogal Wiesse, hijo del pintor e historiador José Sabogal (Sabogal Wiesse, [1979]1989: 169).

(11) Arguedas (1958: 158) describe este proceso de adaptación en la persona del retablista López Antay:
“Don Joaquín Lopéz comprendió inmediatamente lo que sus nuevos clientes deseaban y adecuó los los ‘San Marcos’ a este nuevo tipo de demanda, aunque sin romper en sus primeros trabajos todo el estereotipo del retablo tradicional. Don Joaquín no alteró la composición del piso donde figuran los Santos Patrones, pero en el piso bajo reprodujo, en lugar de la "Reunión", o las "Pasiones" otras escenas relativas al campo como la siembra o la trilla; encontró luego una forma más audaz de laicizar totalmente el "San Marcos": suprimió a los Apóstoles y, libremente, modeló en el retablo, dispuesto en uno, en dos y aún tres pisos escenas memorables de las costumbres de la región. […] Todo el patrón de una de las formas tradicionales del arte religioso popular fue abandonado y sustituído. Los demás “escúltor” siguieron el ejemplo de Joaquín López ...”

(12) Para más información sobre las pugnas ideológicas alrededor de los conceptos de “arte” y “artesanía” con ocasión de la entrega del Premio Nacional de Cultura de 1975 a López Antay ver “Homenaje...”, 1997.

(13) Cf. el capítulo “La puesta en escena de lo popular” en García Canclini, 1990.

(14) Sabogal (1987: 24) describe un mate que representarepresentando la “famosa„famosa expedición del coronel Parra”,Parra“, con imágenes detalladas de “emboscadas“,„emboscadas“, “incendios„incendios de poblados“, “flagelaciones“,„flagelaciones“, “fusilamientos“„fusilamientos“, y “desfiles„desfiles de heridos combatientes“; también están grabadas exclamaciones como “muera„muera Parra“, o “mueran„mueran los huantinos“. Al parecer, este mate proviene de los seguidores de la “montonera“,„montonera“, la guerrilla nacionalista del general Cáceres. De la Fuente y otros (1992: 51.)51ss.) muestran otro mate con representaciones relativas a la guerra con Chile, con un águila plateada en la punta superior. Se distinguen las banderas — coloradas—  de Chile y Perú, además de soldados en combate y heridos. Otro mate del siglo XIX retrata  el descuartizamiento de Túpac Amaru, uno de los motivos más populares de la plástica indígena desde el fin de la rebelión de Túpac Amaru II.

(15) Gascón (2001) describe este tipo de retablos destacando la “ambigüedad” de su representación y estética.

(16) Comisión de la Verdad y Reconciliación 2003. Vol. V, p. 88-126.

(17) Para ejemplos de temas políticos en “mates narrativos” ver  Salas, 1987: 111ss.

(18) Nicario Jiménez vive hoy en Estados Unidos, donde es un artista reconocido. Sus retablos temáticos tratan asuntos tan diversos como el ataque del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru a la residencia del embajador japonés en Lima en 1997 o la vida diaria en medio de los rascacielos de las metrópolis estadounidenses.

 

 


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