por Rainer Huhle
Klaus Ahlheim/Bardo Heger: Die unbequeme Vergangenheit. NS-Vergangenheit, Holocaust und die Schwierigkeiten des Erinnerns (El pasado incómodo. El pasado del nacional-socialismo, el Holocausto y las dificultades de la memoria), Schwalbach: Wochenschau Verlag 2002, 158 págs.
Norbert Frei (ed.): Karrieren im Zwielicht. Hitlers Erben nach 1945 (Carreras entre dos luces. Los herederos de Hitler después de 1945), Frankfurt: Campus 2001, 364 págs.
Habbo Knoch: Die Tat als Bild. Fotografien des Holocaust in der deutschen Erinnerungskultur (El acto como imagen. Fotografías del Holocausto en la cultura de la memoria en Alemania), Hamburg: Hamburger Edition 2002, 1120 págs.
Michael Wildt: Generation der Unbedingten. Das Führungskorps des Reichssicherheitshauptamtes (La generación de los incondicionales. El cuerpo de élite de la Central de Seguridad del Reich), Hamburg: Hamburger Edition 2002, 964 págs.
Hamburger Institut für Sozialforschung: Die Verbrechen der Wehrmacht. Dimensionen des Vernichtungskriegs (Los crímenes de las Fuerzas Armadas. Dimensiones de la guerra de exterminio), Hamburg: Hamburger Edition 2001, 749 págs. en formato grande
James E. Young: Nach-Bilder des Holocaust in zeitgenössischer Kunst und Architektur (Imágenes posteriores o réplicas del Holocausto en el arte y la arquitectura contemporáneos), Hamburg: Hamburger Edition 2002, 291 págs.
Yasmin Doosry: „Wohlauf, lasst uns eine Stadt und einen Turm bauen…“. Studien zum Reichsparteitagsgelände in Nürnberg (Estudios sobre el lugar de las reuniones del partido nazi en Nuremberg), Tübingen-Berlin: Wasmuth Verlag 2002, 574 págs.
Jean-Michel Chaumont: Die Konkurrenz der Opfer. Genozid, Identität und Anerkennung (La competencia de las víctimas. Genocidio, identidad y reconocimiento), Lüneburg zu Klampen Verlag 2001, 359 págs.
Henry Rousso: The Haunting Past. History, Memory, and Justice in Contemporary France, Philadelphia: University of Pennsylvania 2002, 96 págs.
Mientras todo el mundo celebraba, de una manera u otra, el ya olvidado “milenio“, los profesores Klaus Ahlheim y Bardo Heger, de la universidad de Essen, realizaron una encuesta entre 2000 estudiantes universitarios en Alemania acerca de sus opiniones sobre el pasado nacionalsocialista. Los resultados de este estudio (El pasado incómodo. El pasado del nacionalsocialismo, el Holocausto y las dificultades de la memoria) hablan de una opinión bastante generalizada entre los jóvenes de que es hora de poner un término a esos asuntos del pasado, un “punto final“ que permita volver a una cierta „normalidad“. En los tiempos del nuevo hedonismo y en la „sociedad de entretenimiento“, ese pasado resulta simplemente cansador e incómodo.
Por otro lado, en el ámbito científico no cesa la serie de publicaciones que, más de medio siglo después de los hechos, aportan nuevos conocimientos sobre la máquina de poder del nacional-socialismo, y, lo que tal vez sea más importante, sobre las huellas que esta época de tan sólo doce años de sangrienta dictadura dejó en la historia y la memoria colectiva de Alemania.
El tema sigue también presente en los medios: en sólo tres meses se estrenaron cuatro películas alemanas que abordan de diversas maneras el pasado nazi y sus secuelas. A quienes trabajamos en el ámbito de la educación en derechos humanos con diferentes generaciones no nos sorprende la co-existencia de sentimientos y mentalidades encontrados frente al difícil desafío de enfrentar la memoria de este terrible pasado. De alguna manera, todos estamos desgarrados entre un deseo de olvidar- o mejor dicho, de no recordar más esta época- y la conciencia de que es necesario saberlo todo, entender mejor cómo pudo suceder la barbarie para así comprender mejor el presente.
Cincuenta y siete años después del fin de la segunda guerra mundial, los recuerdos y memorias de la época nazi son, para la gran mayoría de los alemanes y europeos, memorias de segunda o tercera mano. Es notable que este hecho, si bien complica bastante las visiones que la sociedad en su conjunto tiene de esa época, no le ha quitado nada de la importancia que el pasado sigue teniendo. La memoria de la época nazi ya no es solamente eso. La recibimos y percibimos hoy en el contexto de la recepción y percepción del pasado que ya tiene su propia historia e historiografía.
Esta distancia nos permite una mirada también sobre la funcionalidad, los usos y abusos de los discursos sobre el pasado en la historia de la Alemania posnazi. Jóvenes historiadores pueden hoy aplicar los instrumentos de la ciencia a la espinosa “política del pasado“ – este es el título de un libro (1996) de Norbert Frei sobre los comienzos de la República Federal Alemana y su insuficiente distanciamiento del pasado – sin encontrarse marginados o involucrados en polémicas acérrimas por opiniones hegemónicas que representaban, en no pocos casos, los intereses de una élite intelectual que había asegurado la continuidad de sus carreras y funciones en la Alemania de posguerra.
Si la continuación de las élites nacional-ssocialistas en el poder ha sido uno de los temas más trabajados de la “posthistoria nazi“ en Alemania, la impresionante tesis de doctorado del joven historiador Habbo Knoch: “El acto como imagen. Fotografías del Holocausto en la cultura de la memoria en Alemania“ es, a nuestro saber, la primera monografía sistemática sobre la recepción del nacional-socialismo en Alemania, desde los comienzos de la República Federal de Alemania (RFA) hasta los años sesenta. Este trabajo se centra así en esas dos décadas (1949 – 1968) caracterizadas por la restauración y el silenciamiento – con notables excepciones, por supuesto – hasta que en la segunda mitad de los sesenta la primera “generación de los hijos“ pusiera el pasado de sus padres en la mesa del debate público, con métodos a veces provocativos y hasta violentos, pero con el resultado de que este tema nunca más desapareciera de la memoria colectiva. Si bien el enfoque primario de Knoch son las imágenes – fotografías principalmente – que determinaron la recepción del Holocausto y del régimen nazi, el libro contextualiza el uso de esas imágenes también en los discursos políticos hegemónicos de las distintas épocas, logrando así una historia bastante completa de la “cultura de la memoria“ de esas décadas fundacionales de la nueva república alemana.
Knoch identifica en su análisis distintas estrategias consecutivas de adopción de fragmentos e imágenes del pasado para integrarlas en presentaciones de lo “mostrable“- que siempre corresponde también a lo “decible“- en determinado momento histórico. La yuxta-posición, en los medios, de imágenes de muertos de las víctimas del holocausto y de la población civil en Alemania a causa de la guerra, insinuando así la equivalencia de los dolores de ambos grupos -, la separación de pequeños grupos de culpables – como la SS – del resto del aparato nazi, especialmente del Ejército (Wehrmacht) y de la población en general, o la sublimación de la barbarie nazi en concepto ontológico del mal en la historia y la naturaleza del hombre constituyen sólo algunas de las estrategias defensivas que permitieron obscurecer una importante parte de la verdad histórica.
En la historiografía académica de la Alemania de los “˜50s el Holocausto todavía no “existía“. Pese a la abundancia de fuentes a disposición – las actas de los Juicios de Nuremberg, por ejemplo – fueron historiadores ajenos a las universidades y autores no alemanes quienes finalmente pusieron el tema en la agenda. Para muchos alemanes la película “Noche y Niebla“ del francés Alain Resnais era, doce años después del fin del Tercer Reich, la primera y chocante confrontación con los crímenes nazis y sus imágenes les resultaron terroríficas. El Diario de Anne Frank tuvo un impacto similar en el campo de la literatura.
Una vez visibles, las imágenes ya no eran ocultables. Entraron a los libros de texto, a las revistas y publicaciones masivas. Comenzó entonces un largo, todavía inconcluso período de relativización de las imágenes y los hechos. Iniciativas serias de admitir y reflexionar compartían el espacio público con intentos de seguir relativizando y banalizando lo sucedido. Para quien ha vivido como joven esos años, es tan ilustrativo como deprimente tener documentada ahora, a través del estudio minucioso de Knoch, la historia de las hipocresías y cobardías frente a los hechos de un pasado en esa época nada lejano.
Hay, sin embargo, otros intentos de interpretación de esos años, como el del filósofo Hermann Lübbe, quien en 1983 escribió que “ese cierto silencio“ era un momento necesario para que el pueblo alemán se transformara en la ciudadanía de un estado democrático. El “cierto silencio“ permitía, sin embargo, que gran parte de las élites de la época nacionalsocialista, incluso aquellos que habían sido condenados en los juicios de Nuremberg y que no habían quedado “limpios“ tras los resultados del primer esfuerzo de “desnazificación“[1] puesto en marcha por la administración militar de los aliados después de 1945, regresara a puestos de mando del nuevo estado democrático. Los autores de la colección de ensayos “Carreras entre dos luces“ describen esas carreras profesionales turbias, más destacadas en los sectores más importantes que corresponden en buena parte (vaya sorpresa!) a los grupos colectivos que estaban en el banquillo de los doce procesos contra grupos específicos de perpetradores que las autoridades norteamericanas llevaron a cabo en Nuremberg después del Tribunal Militar Internacional (TMI) los, jueces y juristas, empresarios, militares…
Pasado el breve momento de la “desnazificación“ y de los juicios de los primeros años, reemplazado el interés del gobierno americano en la persecución de los criminales por el de la recuperación de sus conocimientos útiles para la guerra fría, pasado también el choque de la destrucción de Alemania por la guerra, la reintegración de esas élites participantes en los crímenes nazis se dio a un paso impresionante. Mientras se especulaba en el mundo sobre el paradero del infame doctor Mengele, sus más estrechos colaboradores volvieron a puestos destacados en la academia; de la misma manera volvieron, apoyándose en las nuevas leyes de la joven República Federal de Alemania, los terribles juristas a sus puestos en la nueva administración: en la RFA ni un sólo juez nazi fue condenado por sus sentencias criminales.
En el mundo de las grandes empresas, señalados pocos años antes como un apoyo decisivo en la máquina de guerra y de aniquilación del régimen, los ex-nazis encontraron un lugar privilegiado de “reintegración“. Mientras ellos ocupaban muchos puestos clave, un hombre como Berthold Beitz tuvo prácticamente que silenciar su rol de salvador de muchos judíos durante la guerra para tener éxito en la empresa de la familia Krupp, cuyo representante máximo era uno de los acusados del TMI de Nuremberg.
Ese tipo de convivencias era sin duda muy característico de la primera etapa de la RFA, con resultados a veces vergonzosos, a veces grotescos y casi inexplicables. Mientras que la denuncia había sido una práctica muy difundida en el nazismo, y de hecho uno de los pilares del régimen de Hitler, después de la guerra muchos alemanes consideraron una especie de deber de honor el no “denunciar“ a los nazis y ex-nazis. Se extendieron miles y miles de “cartas de Persil“ (Persil es una marca muy conocida de detergente) incluso para gente sumamente comprometida con el antiguo régimen, por parte de personas democráticas y hasta pertencientes a la resistencia. Hubo casos de una verdadera conspiración de silencio, donde sólo décadas después se descubrió la verdadera identidad de un perpetrador, la cual sin embargo era conocida por personas – insospechables – de su entorno.[2]
La distancia histórica permite no solamente que se escriba una monografía minuciosa de uno de los aparatos más temidos y más terribles de la dictadura nazi, el “Reichssicherheitshauptamt“: Michael Wildt, “La generación de los incondicionales. El cuerpo de élite de la Central de Seguridad del Reich“, editado dentro del esfuerzo editorial incansable y meritorio del Instituto de Investigaciones Sociales de Hamburgo. También hace posible que hoy se incluya en la investigación la historia en la posguerra de estos funcionarios responsables de la ejecución premeditada, planificada y ejecutada, entre otras cosas, del exterminio de los judíos. Como en ninguna otra institución del tercer Reich, en el “Reichssicherheitshauptamt“ se encontraban unos burócratas intelectuales que sabían aglutinar un fanatismo ideológico con una capacidad de planificación fría que llevara a Hannah Arendt a acuñar el famoso término de la “banalidad del mal“.
Michael Wildt, del mencionado Instituto de Hamburgo, traza con la precisión del historiador que dispone hoy de un máximo de fuentes, la historia de la institución y sus crímenes, pero también de los hombres que la formaron. Si bien la mera información historiográfica nunca nos va a permitir a entender cabalmente cómo fue posible que personas educadas, aparentemente normales (banales) llegaran a cometer crímenes hasta ese momento inconcebibles , es de suma importancia que por lo menos hoy conozcamos los mecanismos de funcionamiento, planificación y formación de esa institución y de su personal. Si resulta difícil entender cómo comenzó esta empresa macrocriminal, más difícil resulta entender cómo muchos de su funcionarios de segundo rango pudieran seguir en funciones parecidas, o en otras profesiones, con responsabilidades considerables en algunos casos, en la República Federal Alemana.
Si miramos las biografías, investigadas con esmero por Wildt, encontramos entre los ex-funcionarios del Reichssicherheitshauptamt a miembros de la “Oficina para la protección de la Constitución“ (uno de los servicios secretos de la RFA), a policías, jueces, funcionarios y asesores de gremios, empleados de la iglesia, abogados, comerciantes, publicistas, etc.
Un caso emblemático, contado por Wildt, es el de Hans Rößner, detenido por los aliados en mayo de 1945, preso hasta 1948 – con un breve interludio como testigo en el Tribunal Militar de Nuremberg, donde intentó minimizar el rol del Servicio de Seguridad nazi. Después de su liberación consiguió un puesto en una conocida editorial donde colaboró en la edición de textos sobre “pensadores y filósofos actuales“ a través de los cuales intentó “rescatar“ las ideas nacionalsocialistas en una forma menos evidente. En 1958 llegó al puesto de director de publicaciones de la reconocida editorial Piper y no tuvo reparos en publicar, durante años, las traducciones al alemán de una de las autoras más renombradas de la editorial: Hannah Arendt. Incluso trató de “redactar“ el texto de “Eichmann en Jerusalem“ “suavizando“ algunos párrafos, intento que fracasó ante la protesta de la autora. Hannah Arendt nunca supo quién era su director de publicaciones, y a éste le faltaba también en 1962 ese mínimo de pudor que tal vez le hubiera permitido, antes de 1945, salirse de la empresa criminal “Reichssicherheits-hauptamt“.
Quizás, más que la simple impunidad judicial, sean estas convivencias vergonzosas entre verdugos que se construían una nueva vida sobre la base de una mentira existencial, con las víctimas o sus familias sobrevivientes, las que más nos afectan en retrospectiva. Como en los crímenes anteriores, también en la construcción de la mentira posterior había muchos cómplices que compartieron la verdad oculta. Produce vértigo el saber que uno vive en una sociedad que está construída, en medio de su institucionalidad y mentalidad mayormente democrática, sobre mentiras fundamentales que envenenan la base misma de las relaciones humanas.
Una de esas mentiras fundamentales, tal vez la más empedernida, es la relativa a la actitud “limpia“ del ejército alemán (Wehrmacht) durante la guerra, en agudo contraste con organizaciones criminales como la SS. Los conservadores de toda índole, e incluso muchos de la izquierda democrática, se aferraron, desde la acusación contra los altos generales y admirales en el TMI hasta el proceso posterior que se hizo, también en Nuremberg, contra el comando supremo y otros altos mandos, a esa diferencia entre el comportamiento supuestamente profesional de uno de los pilares de la tradición alemana y las bandas armadas criminales creadas por el régimen de Hitler.
Los hallazgos de los tribunales militares simplemente no fueron tomados en cuenta, ni en la época en que en Alemania aún estaba prescripto el antimilitarismo en la constitución, ni mucho menos después del “rearmamiento“ y la integración del nuevo ejército alemán a la alianza de la OTAN. Si bien algunos historiadores especializados seguían presen-tando documentos que demostraron hasta qué grado las fuerzas armadas y la policía estaban comprometidas con las políticas (y los hechos) del exterminio premeditado de millones de víctimas, el mito del ejército limpio estaba todavía fuertemente enraizado en la conciencia pública cuando en 1995 el Hamburger Institut für Sozialforschung presentó una exposición y el correspondiente libro sobre “Guerra de exterminio. Crímenes de las Fuerzas Armadas“. El título ya indicaba el contenido – escandaloso para los tradicionalistas! – de la investigación realizada durante años por el Instituto: la guerra misma había sido una guerra de exterminio, y el ejército había cometido terribles crímenes en esa guerra. Una conclusión que, vista la historia de manera racional, no dejaba de ser lógica. La exposición armó sin emabrgo un escándalo como no se había visto en muchos años acerca de un tema del pasado alemán.
En cuatro años vieron la mencionada Exposición, en 33 ciudades de Alemania y Austria, más de 800.000 personas, conmovidas en su mayoría por lo visto, pese a la presentación sumamente sobria, sin ninguna clase de sensacionalismo. En todas las ciudades donde se presentaba la exposición, por otro lado, se organizaron también protestas de círculos tradicionalistas – incluyendo el partido socialcristiano (CSU) – y, por supuesto, de los grupúsculos neonazis. El mensaje de la exposición fue cuestionado por los apologetas de la Wehrmacht, acusándolo de engaño, difamación y falsedad en la documentación.
Nunca en la historia de Alemania el trabajo de investigación de un grupo de historiadores fue sometido a un escrutinio tan meticuloso como éste. El director del Instituto, Jan-Philipp Reemtsma, optó por la convocatoria de una comisión independiente para evaluar el contenido de la exposición. Finalmente se pudo establecer, en base a documentos desconocidos anteriormente, que algunas pocas fotografías estaban atribuídos a situaciones erradas. Si bien a este tipo de pequeños errores no escapa ninguna investigación, y pese a que los mismos no alteraban en lo más mínimo el resultado de la investigación y el mensaje de la exposición, Reemtsma encargó a un nuevo equipo de historiadores que revisara escrupulosamente cada pieza de la exposición y, de paso, le otorgó un diseño nuevo.
Después de varios años de trabajo minucioso del nuevo equipo de historiadores la exposición comenzó a exhibirse nuevamente hace unos meses. Asimismo, el Instituto editó también un nuevo catálogo de 749 págs. en formato grande, ahora titulado “Los crímenes de las Fuerzas Armadas. Dimensiones de la guerra de exterminio“. Frente a las polémicas desatadas, los pequeños errores encontrados y la reacción prudente del Instituto de Hamburgo toda la historia tuvo finalmente un “desenlace feliz“. La verdad sobre los crímenes del Wehrmacht es ahora una verdad establecida que ni siquiera dentro del Ejército Federal de Alemania encuentra hoy una oposición articulada.
Cabe preguntarse, sin embargo: ¿qué habría sucedido si la exposición hubiera sido preparada por un equipo con menos respaldo institucional y económico que el que prestó el Sr. Reemtsma? ¿y cómo es posible que una simple verdad histórica tenga que esperar exactamente medio siglo hasta que – la mayoría de – un pueblo la acepte?
¿Será que cincuenta años, que corresponden a tres generaciones, son necesarios para que el pasado sea aceptado, que las culpas de las generaciones anteriores sean asumidas, que el recuerdo y la memoria obtengan un lugar público no indiscutido, pero al menos aceptado de una manera hegemónica?
Mientras se armaban las disputas – muchas veces violentas– alrededor de la exposición sobre los crímenes de los victimarios de la Wehrmacht, se generó otra discusión sobre la manera adecuada de conmemorar a las víctimas de los crímenes del nazismo.
En varias ciudades alemanas existen monumen-tos a los diversos grupos de víctimas del nacionalsocialismo. Con la mudanza del gobierno alemán de Bonn a Berlin, después de la unificación del país en 1990, surgió la idea de que había llegado finalmente el momento de que Alemania como nación recordara de alguna manera oficial a las víctimas, especialmente a los judíos que eran, de lejos, el grupo más numeroso. No podemos extendernos aquí sobre las discusiones, debates y polémicas que se encendieron alrededor de las propuestas. El profesor James E. Young de la Universidad de Amherst (EE.UU.) acaba de presentar, también en la editorial del Instituto de Investigación Social de Hamburgo, un libro que no sólo refleja estos debates sino también las profundas dificultades que presenta la intención – en principio buena – de conmemorar el Holocausto cuando esta es llevadoa a niveles políticos donde, inevitablemente, también se hace política de la memoria.
Todavía no existe el memorial alemán del Holocausto, pero la decisión se tomado a favor de una obra monumental en pleno centro de la nueva capital, al lado del parlamento y otros edificios centrales de la República.
Young describe en el capítulo de su libro dedicado a este debate, entre otras cosas, su propia “conversión“ de ser un adversario del monumento a apoyar el modelo ahora en proceso de realización.
Otro capítulo del libro presenta la historia de otro monumento de importancia, realizado también en años recientes en Berlin, el Museo de historia judía. El mismo posee ahora una colección impresionante de todas las épocas de la larga y rica historia de los judíos en Alemania. Recupera, de manera trágica, el vacío que dejó el Holocausto – representado a través de “vacíos“ en la arquitectura del edificio, y retoma la historia del primer museo judío que la misma comunidad judía había construído en los últimos años antes de la llegada al poder de Hitler. La arquitectura moderna y desafiante que Daniel Libeskind diseñó para este nuevo museo fue tan impresionante que el edificio fue visitado por miles y miles de personas antes de que albergara una sola pieza de exposición. No pocos piensan que en su estado vacío era un reflejo más impactante y adecuado de la historia de los judíos en Alemania que la enorme y rica exposición que actualmente está a disposición de los visitantes.
Aunque estos son los temas más relevantes en el contexto de nuestro artículo, no queremos dejar de recordarar que el libro de Young tiene otros capítulos interesantes que discuten diferentes intentos artísticos de conformar una memoria del Holocausto, entre ellos un estudio profundo del famoso comic “Maus“ de Art Spiegelmann.
El autor de estas líneas trabaja, entre otras cosas, en proyectos de educación en derechos humanos en un sitio especial: el nuevo museo instalado en noviembre del 2001 en uno de los edificios monumentales que dejaron los arquitectos de Hitler en las afueras de Nuremberg, donde el partido nazi celebraba durante los años treinta sus rituales anuales llamados “Días del partido del Reich“.
La decisión de construir este museo fue otra de aquellas que, al parecer, necesitaban medio siglo para ser tomadas. “Hacer memoria“ en un lugar que funcionó como espacio de propaganda nazi es, obviamente, distinto que conmemorar y honrar a las víctimas. No se puede tratar simplemente de conservar un lugar como los edificios monumentales de la propaganda nazi. La solución que encontró el arquitecto parece convincente: construyó, como eje central del museo, una saeta que atraviesa con materiales transparentes y elegantes el monumentalismo pesado de toneladas de piedra.
El atractivo del nuevo lugar hizo también que se desempolvaran del casi olvido al mercado editorial investi-gaciones históricas escritas hace tiempo, como el trabajo de Yasmin Doosry: “Estudios sobre el sitio de las reuniones del partido nazi en Nuremberg“ que ahora disfrutan de un interés reactualizado. En el mismo, la historiadora del arte describe minuciosamente la planificación, el diseño y la puesta en marcha de la construcción de algunos de los monumentos del sitio, dándonos una idea de la complejidad y el gigantismo de esas obras que finalmente, quedaron sin acabar por esas mismas características, incompatibles con las exigencias de la guerra, pese a la mano de obra forzada que se usaba.
Hablar de derechos humanos en un sitio como éste, conocido como eje de la propaganda nazi – p.e. en las películas de Leni Riefenstahl – significa contrarrestar la barbarie nazi, la negación absoluta de los derechos humanos, con su afirmación enfática como buscaron hacerlo, pocos meses después del Tribunal de Nuremberg, los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero significa también relacionar el pasado nazi con los retos del presente, mucho más cuando el público que visita el lugar y con el que trabajamos, son mayormente jóvenes para quienes el nacionalsocialismo parece cosa de un pasado remoto y cuya información sobre esa época es cada vez más indirecta.
Más de medio siglo después se nota un interés renovado de investigadores y también de la opinión pública en esta época. Pero en la medida en que el carácter criminal del régimen nazi ya no es cuestionado, con excepción de algunos nazis y neo nazis recalcitrantes, el nacionalsocialismo ya no es percibido como algo singular, como irrupción casi extraterrestre en la historia de la humanidad como lo sentimos en las primeras décadas de la posguerra.
Quienes han visto los genocidios de Ruanda en los medios de comunicación, quienes son testigos de la contienda sangrienta entre israelíes y palestinos, quienes viven con el temor de una guerra nuclear o la catástrofe del clima mundial en el horizonte, para estos jóvenes la percepción del mundo es necesariamente otra. ¿La aceptación de esa percepción diferente de las nuevas generaciones significaría traicionar a las víctimas del Holocausto?
Comparar los campos de concentración nazis con el Gulag, como lo hicieron los autores del “Libro Negro del Comunismo“ en Francia, o colocar el Holocausto en la serie de genocidios que produjo el siglo veinte significa relativizar y quitarle significado al sufrimiento de las víctimas y sobrevivientes? Estas son algunas de las cuestiones que surgen cuando se admite la pregunta acerca de la actualidad del pasado, y son preguntas difíciles que requieren mucho cuidado en las respuestas que uno quisiera dar. Entre los muchos libros y artículos que se publicaron sobre estos temas, el de Jean-Michel Chaumont: „La competencia de las víctimas. Genocidio, identidad y reconocimiento“ es de los más serios y respetuosos. El filósofo y sociólogo belga se inscribe decididamente en la escuela de los que abogan por el esfuerzo de comparar, es decir, de ver los crímenes nazis en su contexto. Al mismo tiempo deja muy claro que esto no significa ninguna relativización del carácter sumamente criminal de estos hechos. Comparte con autores como Finkielkraut o Novak la prevención ante el peligro de la instrumentalización del Holocausto, al definirlo como algo absoluto en la historia de la humanidad. Pero también insiste que los debates necesarios sobre la historia y su recuerdo no pueden ser llevados adelante en todas partes y por todos los grupos humanos de manera igual. Desde esta perspectiva, la memoria no puede ni debe ser universal en el sentido de que sea igual en todo el mundo globalizado.
Como humanos compartimos un destino común y la tarea común de defender los derechos humanos donde se violen. Pero como hijos o nietos de perpetradores o víctimas en determinado pueblo o país, como miembros de un grupo étnico, religioso, político o cultural, tenemos lazos y memorias comunes que nos unen y obligan más que a otros. La memoria, en esta perspectiva de Chaumont, no puede ser comprendida como un deber sino como una oportunidad. La oportunidad de sentir comunidad y asumirla, entre otras cosas a través de asumir nuestra historia.
Asumir nuestra historia significa también, asumirla en su totalidad. Este es un reto por ejemplo, en varios de los países ocupados durante la guerra mundial por las tropas nazis, y donde hubo resistencia, pero muchas veces también colaboración con los ocupantes por parte de seguidores ideológicos de los nazis o simplemente de oportunistas. Francia es uno de los países donde el pasado colaboracionista estuvo durante mucho tiempo reprimido en la
conciencia nacional. Cazar un Klaus Barbie no era lo mismo que llevar a juicio a los funcionarios franceses culpables de coadyuvar en la deportación de judíos y otras víctimas desde Francia a los campos de concentración alemanes.
Francia lleva a cabo actualmente también un debate profundo sobre el pasado y la manera adecuada de hacer memoria. El libro del historiador Henry Rousso: “The Haunting Past. History, Memory, and Justice in Contemporary France“ no es un estudio exhaustivo de los problemas aludidos en el título. Pero aún en la entrevista fragmentaria que conforma el libro surgen muchas facetas importantes de la dificultad de la memoria cuando se vuelve objeto de las políticas oficiales. Los resultados pueden ser a veces muy paradójicos, como cuando el presidente Chirac donó la documentación acumulada durante el gobierno de Vichy (la parte de Francia ocupada por Alemania) sobre la población judía, al Centre de documentation juive contemporaine, una entidad judía privada. Rousso reclama, con razón me parece, que esta aparente generosidad constituye otra manera de excluir de la historia oficial francesa los crímenes del régimen de Vichy contra los judíos, en lugar de incorporarlos finalmente a la historia oficial de Francia.
Rousso señala también la diferencia entre los conceptos de “memoria“ e “historia“. La memoria, insiste el autor, es el presente del pasado, pero no representa al pasado como tal. La memoria, podríamos agregar, es la ventana a través de la cual buscamos ver la historia y encontrarle significado para el presente. De ahí que el título de nuestra revista sea “Memoria“.
[1] La “Entnazifisierung” (denazificación) fue un programa llevado a cabo por las autoridades militares principalmente americanas en la Alemania ocupada después de 1945. Se revisaron los curricula de todas las personas sospechosas de haber colaborado con el nazismo para separarlas de las funciones públicas. Además tenía un componente de reeducación. El programa fue terminado pronto, por motivos prácticos, pero también porque los americanos perdieron el interés en la persecución de los culpables.
[2] En el número 7 de esta revista presentamos un caso extraordinario de este tipo, el del profesor Schwerdte/Schneider, un ex-SS que seguía después de la guerra trabajando como conocido profesor de literatura (Memoria, No. 7, 1995, pp. 2-3)