por Ana Lucrecia Molina Theissen
El 26 de marzo de 1984 abandoné mi país, Guatemala. Junto con mi familia, que estaba asilada en la embajada de Ecuador, habíamos resistido los años más duros. Mis padres buscaban a mi hermano Marco Antonio, un niño de 15 años cuando fue secuestrado por el ejército el 6 de octubre de 1981 para desaparecerlo hasta el día de hoy. Eso nos ató más a esa tierra de miseria y dolor; dejarla también fue abandonarlo a él, fue dejar de vivir, salir a respirar otro aire sin pulmones.
Cuando el cerco se cerró sobre nosotros –léase hombres siniestros de civil, siguiéndonos por calles y avenidas o estacionados en todas las esquinas de ciudad de Guatemala en una pánel blanca- alguien a quien debemos estar aún en este mundo nos tomó y, como pudo, nos salvó la vida dispersándonos por todo el continente. Las circunstancias nos reunieron con los años en Costa Rica, un país que nos resultó propicio para recomponer el alma y, tras la sobrevida y las mutilaciones, lograr vivir de nuevo.
Muy pocas cosas cambiaron en Guatemala tras la firma de los acuerdos de paz en diciembre de 1996. Las condiciones que estuvieron en la base del conflicto interno –pobreza extrema, marginalidad, hambre, desempleo, carencia de tierras- permanecen. La justicia tropieza a cada paso con las trampas tendidas por los poderes ocultos. Los magistrados, jueces y abogados honestos continúan siendo objeto de amenazas y todo tipo de actos hostiles, como los sufridos por la magistrada Mazariegos, de la Corte de Constitucionalidad, y la juez Jazmín Barrios, miembro del tribunal que juzga a los acusados del asesinato de Monseñor Gerardi ocurrido en 1998.
En el 2000 ocurrieron decenas de acciones intimidatorias contra los actores de procesos judiciales según la Fundación Myrna Mack, entidad que ha conducido un largo proceso para lograr el castigo contra los militares autores intelectuales del asesinato de la respetada antropóloga en 1990.
Ya no hay conflicto interno –cuya magnitud fue inflada desmedidamente por el ejército para asesinar, masacrar y desaparecer a opositores políticos y a los pueblos indígenas entre 1978 y 1996-, pero las organizaciones de derechos humanos y de la sociedad civil denuncian que –durante el año pasado y en lo que va de este- hay otra vez amenazas de muerte, seguimientos, intervenciones telefónicas y allanamientos con robos a los que se les quiere disfrazar de hechos criminales comunes, pero en los que una parte importante del botín es la información almacenada en los discos duros de las computadoras o los archivos de papel. La prensa tampoco escapa de este acoso.
Desde 1966 hubo elecciones, con fraude o sin él, hasta 1982, cuando un sector del ejército se rebeló contra la corrupta camarilla de los generales Romeo y Benedicto Lucas García. En esos años, el ejército había perdido el control de la represión y la iniciativa en el combate a la insurgencia; proliferaban grupúsculos armados clandestinos y miniejércitos de guardespaldas que mataban y desaparecían a cualquiera, diluyéndose el objetivo contrainsurgente de las fuerzas armadas.
Ríos Montt desarmó y desarticuló a estos grupos y centralizó, planificó y organizó la represión. Ofreció actuar con apego a la ley y lo hizo, derogando la Constitución y fabricando un estatuto de gobierno a su medida. Además su gobierno emitió leyes ilegales que le permitieron, por ejemplo, condenar a muerte a personas inocentes a través de los llamados “tribunales de fuero especial“ cuya composición era secreta al igual que los procesos, los sitios de reclusión y los propios condenados cuyo paradero se desconocía hasta el momento en que iban a ser fusilados.
Ríos Montt se proclamó a sí mismo como el ungido de Dios para gobernar Guatemala. Su discurso fanático y manipulador de sentimientos y temores religiosos –como pastor de una secta evangélica fundamentalista- era recetado por radio y televisión en pequeñas dosis dominicales en las que mezclaba hábilmente citas bíblicas con mensajes inductores de culpa sobre padres y madres de familia a quienes de antemano achacaba lo malo que pudiera suceder a sus hijos e hijas por no controlar sus actividades ni sus compañías. Lo malo no era cualquier cosa; en ese contexto podía ser un secuestro, la tortura, la desaparición o la muerte.
Entre el 23 de marzo de 1982 y el 8 de agosto de 1983 el país fue asolado por el terror contrainsurgente. Las masacres de civiles en el campo -cuyas víctimas fueron en su mayoría indígenas, sobre todo ancianos, mujeres y niños- eran reportadas como enfrentamientos victoriosos del ejército con la guerrilla. Las cifras de violaciones a los derechos humanos sobrepasan con creces las de sus predecesores y las de quienes le siguieron en el ejercicio del poder.
El momento del relevo llegó en agosto de 1983 en la figura de otro general, Oscar Mejía Víctores, quien debido al profundo desgaste y aislamiento que sufría el país encabezó otro golpe de Estado y acabó con lo que quedaba de la oposición a través de métodos selectivos más sutiles quizá, pero con efectos igualmente desmovilizadores y destructivos sobre el tejido y la conciencia sociales.
El secuestro de la verdad, el robo de la democracia y las libertades y la desaparición de la justicia y los derechos humanos no fueron el producto de acciones sutiles. El cierre de los espacios de participación, hecho a sangre y fuego durante los años posteriores a la intervención en 1954 que derrocó arteramente
al gobierno del demócrata Jacobo Arbenz, llevó a una situación en la que cualquier demanda política, económica o social que difiriera de los planteamientos oficiales se convirtiera en una lucha a muerte, de modo que llegó el momento en que la confrontación fue trasladada al terreno militar, campo en el el ejército tenía todo a su favor. Si las condiciones políticas descritas –que se sumaron a la miseria y la exclusión en las que viven la mayoría de guatemaltecos- no hubieran propiciado el conflicto interno, los militares habrían buscado la forma de lograr su objetivo: la eliminación sistemática de todo tipo de oposición mediante acciones perversas que pretendieron justificar con el discurso antisubversivo.
Este largo y despiadado proceso, que termina formalmente en 1996, resultó en el genocidio contra los pueblos indígenas y la aniquilación de generaciones de hombres y mujeres que desde la política, la academia, el arte y el trabajo osaron discrepar con sus obras del pensamiento y el actuar totalitarios en una toma de posiciones que fue, en esos años aciagos, un imperativo ético. Estos millares de hombres y mujeres constituirían hoy la cantera para la construcción de la democracia y la paz en Guatemala a la par de quienes ahora nuevamente exponen su integridad en la lucha por la justicia.
El fatídico baño de sangre sufrido por los guatemaltecos se reduce a unas cuantas estadísticas: 440 aldeas arrasadas, más de 600 masacres documentadas por la Comisión de Esclarecimiento Histórico auspiciada por la ONU, entre 40 000 y 55 000 personas desaparecidas y alrededor de 200 000 muertas.
Todo el horror y toda la tragedia en unas cuantas líneas. Todo el dolor causado por las acciones perversas de un grupúsculo de generales y coroneles sanguinarios que, guardando las distancias, solamente encuentran paralelo en las perpetradas por los nazis o por los temibles dictadores africanos como Idi Amín. Entre otras fuentes, los informes Guatemala nunca más, del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica de la Iglesia Católica, y Guatemala : memoria del silencio, de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, así como los testimonios recogidos por el sacerdote jesuita Ricardo Falla en Historia de un gran amor y Masacres de la selva dan cuenta de hechos escalofriantes, difícilmente atribuibles a seres humanos en las postrimerías del siglo XX, que, guarecidos por el mandato de silencio emanado del poder y acatado por las víctimas y la sociedad entera, posibilitaron la más absoluta impunidad para sus ejecutores.
¿Cómo alguien tan cruel y sanguinario como el genocida Ríos Montt fue electo diputado y presidente del Congreso? La sujeción al autoritarismo, tan arraigado en Guatemala, puede ser una de las explicaciones. El intenso terror vivido por los guatemaltecos pudo haber movido irracionalmente a una parte de la población a votar por el general para no exponerse al castigo al que daría lugar su desafección. Es una interpretación posible de hechos como que él y su partido, el Frente Republicano Guatemalteco, ganaron en Quiché, el departamento más castigado con los operativos de tierra arrasada y las masacres.
Además del miedo y una cultura de la violencia transmitidos de generación en generación, también sus simpatizantes en las zonas rurales, casi todos antiguos miembros de una peculiar milicia que llegó a reducir a un millón de campesinos indígenas, se encargaron de sembrar amenazas contra los detractores del general, sumando condiciones “objetivas“ a la subjetividad cautiva del autoritarismo de modo que se propiciaron las circunstancias que favorecieron su triunfo. El resultado es un coctel populista/izquierdista-autoritario “jefeado“ por las dos cabezas del actual gobierno guatemalteco: el presidente Alfonso Portillo y el general Ríos Montt.
En su campaña, Ríos Montt prometió “no mentir, no robar y no abusar“, pero su costumbre de apegarse a la ley cambiándola a su conveniencia lo traicionó esta vez. En junio fue alterado el texto de la Ley del impuesto a las bebidas alcohólicas reduciendo de forma fraudulenta las tasas acordadas por el pleno del Legislativo. Al igual que en el caso Watergate, con el que ha sido parangonado el escándalo bautizándolo como Guarogate, fueron destruidas evidencias tales como el vídeo y el audio de la reunión y las notas de las taquígrafas; también fue modificado el diario de sesiones del Congreso. Los diputados opositores al conocerse el texto falsificado inmediatamente interpusieron una demanda de antejuicio ante la Corte Suprema de Justicia; una periodista tenía grabados los debates y aportó la prueba material del fraude.
El tortuoso proceso, en el que los imputados recurrieron a diversidad de artilugios para retardar la decisión de la CSJ, culminó en marzo con la aceptación del antejuicio, lo que abrió un capítulo inédito en la historia de mi país. Ríos Montt se enfrentó casi solo a la mayoría de la población, incluyendo al CACIF, y a las presiones de la comunidad internacional, sobre todo las provenientes de los Estados Unidos que en forma velada se opone a la continuidad en el poder de alguien que ya no les es útil.
El proceso contra Ríos Montt y los diputados y el juicio iniciado el 22 de marzo contra tres militares, el sacerdote Orantes y una empleada doméstica acusados del asesinato de Monseñor Gerardi, toca directamente a una de las ramas del poder casi omnímodo instalado en Guatemala desde hace largo tiempo: el ejército.
En Guatemala no existe un ejército profesional, apolítico y no deliberante, como lo establece la Constitución de la República. Se trata de una formación perversa vinculada estrechamente a los más grandes intereses económicos nacionales, representados por el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Industriales y Financieras (CACIF), y de las potencias extranjeras, los que ha salvaguardado con los suyos. Según lo poco que se conoce de él, en su interior se libran fuertes luchas de poder entre diversas facciones.
Una de ellas, “la cofradía“, agrupa a coroneles y generales miembros de las estructuras de inteligencia -como la temida G-2, durante las décadas de los 70, 80 y 90- responsables de millares de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. Algunos de estos personajes actualmente ostentan cargos públicos como ministros, diputados y asesores presidenciales. Entre ellos se cuentan el ministro de Gobernación Byron Barrientos, miembro de la G-2 desde la década de los 70 y obligado al retiro por haber participado en un intento de golpe contra el gobierno de Vinicio Cerezo; y, Jacobo Salán, miembro de la cofradía, jefe del Estado Mayor Presidencial hasta agosto de 2000 cuando renunció para evitarle más problemas a su amigo Alfonso Portillo, según declaró, debido a que el Departamento de Estado de los Estados Unidos condicionó una posible visita de Bill Clinton. Salán es ahora asesor no declarado de Barrientos. en Gobernación.
Ese poder oculto es el señalado por distintos sectores en Guatemala como el que está reaccionando de modo tan violento contra jueces y magistrados y contra cualquier otra persona u organización que lo enfrente. Es un poder que se ha mantenido intacto y pese a las denuncias reiteradas y las demandas judiciales interpuestas en casos de violaciones de derechos humanos, casi ninguno de sus miembros ha sido investigado o procesado por sus crímenes. Continúa persistiendo a la sombra de un poder público copado por politiqueros cínicos, corruptos y oportunistas en su mayoría y constituye un remanente del pasado que reverdece y se acrecienta alimentado de impunidad, corrupción, linchamientos, debilidad institucional, ausencia de procedimientos de rendición de cuentas y la carencia de elementos no menos importantes como honestidad, transparencia, veracidad y respeto a las leyes de parte de quienes gobiernan.
Lo ocurrido en Guatemala fue devastador; costará mucho esfuerzo y tomará varias generaciones revertir el daño sufrido por todos, víctimas y victimarios, sometidos a un proceso de deshumanización del que nadie salió indemne y durante el que se violentaron extremadamente y por tan largo tiempo las normas más elementales de la convivencia humana.
En una situación límite en la que prevaleció el sálvese quien pueda, se afincaron y fortalecieron modos de vida y pensamiento ligados al autoritarismo y la violencia, favorecidos por la tendencia depredadora establecida en el poder. Así, la solidaridad y los fines más altos de la sociedad humana fueron desvirtuados, pervertidos y anulados.
En ese contexto y con tales antecedentes, el proceso seguido contra el general Ríos Montt era determinante para el rumbo del país en el corto plazo. Contra toda esperanza, el 24 de abril del corriente un juez le exoneró de responsabilidad en la alteración de la ley aduciendo que él no estuvo cuando el plenario del Congreso la aprobó originalmente.
Esta vergonzosa decisión –en la que más que el derecho y la justicia prevalecieron la componenda y el humano temor que parte de la constatación de que se posee un cuerpo agujereable y sangrante- es un golpe más contra cualquier intención que exista todavía de establecer un real estado de Derecho en Guatemala. Lo contrario hubiese demostrado el surgimiento de una voluntad política hasta ahora inédita en mi país, marcando el inicio de un proceso de construcción de la institucionalidad y la civilidad en una tierra que continúa siendo el botín de unos pocos uniformados, politiqueros, transnacionales y criollos oligarcas. ?
“Lo ocurrido en Guatemala fue devastador; costará mucho esfuerzo y tomará varias generaciones revertir el daño sufrido por todos, víctimas y victimarios, sometidos a un proceso de deshumanización del que nadie salió indemne y durante el que se violentaron extremadamente y por tan largo tiempo las normas más elementales de la convivencia humana.“