Brian Simpson: Human Rights and the End of Empire

Nov 27th, 2003 | By | Category: Reseñas

Oxford University Press 2002, 1161 páginas

Las arremetidas del gobierno norteamericano y de los intelectuales a su servicio ya no se dirigen solamente a la corte penal international. Todo el sistema normativo internacional de los derechos humanos y del dih se vuelve objeto de sus crí­ticas. Esas crí­ticas apuntan, en última consecuencia, a la esencia misma del derecho internacional de los derechos humanos: la limitación de la soberaní­a del estado a favor de unas normas universales de derechos inalienables de las personas. No puede sorprender, por lo tanto, que desde Estados Unidos se miran también con creciente distanciamiento y desconfianza los intrumentos que la “vieja Europa” se ha dado en materia de protección de derechos humanos, tal como la misma Convención europea de dd.hh. de 1950/53, firmada y ratificada por todos los 45 estados miembros del Consejo de Europa, y el instrumento que en ella se creó y que fue renovado y ampliado en 1998 a través de su protocolo 11: la Corte europea de derechos humanos en Strasburgo. En la óptica de Estados Unidos, los pasos que paulatinamente han dado los estados europeos hacia la entrega de partes de su soberaní­a a instancias de control como la Corte Europea de Derechos Humanos son o un error o una señal de la decadencia y debilidad de esos estados.

Si al contrario, desde la perspectiva de los derechos humanos en Europa consideramos hoy la Corte de dd.hh. una fuente importante de las garantí­as de nuestros derechos humanos y de ciudadaní­a, se olvida a veces que el camino hacia esta situación ha sido largo y sinuoso. Si bien la victoria militar sobre la Alemania Nazi y los esfuerzos jurí­dicos como el Tribunal Internacional de Nuremberg para plasmar esa victoria en nuevos principios de protección de derechos humanos propiciaron mucho la voluntad de los gobiernos de la época a someterse a normas universales como la Declaración Universal de 1948, esto no implicaba necesariamente una voluntad de abandonar los derechos tradicionales de soberaní­a legislativa y jurí­dica. A parte de la adherencia principista al sagrado principio de la soberanidad, habí­a en Europa una serie de motivos polí­ticos muy concretos como para no permitir que unas instancias supranacionales se metieran en los asuntos de los estados.

La lectura de la obra de Brian Simpson ilustra, con detalladí­sima documentación, los debates contemporáneos acerca de esas problemáticas en el ejemplo del Reino Unido. Como uno de los impulsores del Consejo de Europa (el organismo que creó y supervisa el sistema europeo de protección de dd.hh.) Gran Bretaña también se empeñó activamente en la redacción de la Convención y fue el primer paí­s a ratificarla (el 8/03/51 – compárese Francia que tardó hasta 1974 con la ratificación). La Gran Bretaña de los años 50 era todaví­a el imperio colonial más grande del mundo, con unos 40 territorios coloniales en todos los continentes. Y con movimientos de protesta buscando democracia e independencia en la mayorí­a de ellos. Entre las polí­ticas británicas frente a estos movimientos y territorios, y la letra de la Convención europea de dd.hh. habí­a diferencias abismales que los gobiernos de turno trataron de ocultar o conciliar con más o menos habilidad. La misma Convención ofrecí­a una serie de escapes que hací­an posible a Gran Bretaña ese doble estandar. La Convención lo dejó a las partes definir los territorios a los cuales

deseaban ponerla en vigencia. Gran Bretaña tení­a entonces la posibilidad de excluir la aplicación de la Convención para sus territorios coloniales. No lo hizo, sin embargo, sino que optó por la extensión de la Convención para casi todo el imperio. Los oficiales del “Colonial Office”, la dependencia del gobierno británica opuesta a casi todo lo referido a la Convención, encontró otros caminos en el gobierno para mantener las polí­ticas represivas en las colonias que evidentemente chocaban con las normas de la Convención.

La derogación de numerosos derechos en caso de emergencias, permitido en términos generosos por el artí­culo 15 de la Convención, era uno de los instrumentos aplicados ampliamente para justificar el no-respeto de la Convención en las colonias. Como el Consejo de Europa, como ente encargado de supervisar la justificación de esas derogaciones, casi no actuaba, no se poní­an problemas en este procedimiento. Más importante todaví­a era la larga espera de Gran Bretaña en la firma de los instrumentos que hací­an efectiva la Convención: El derecho individual de petición a la Comisión (ahora disuelta e integrada en sus funciones a la misma Corte); y la adherencia a la Corte que hasta la reforma reciente del sistema era opcional. De hecho, la Convención sin esos instrumentos de implementación es poco más que una mera declaración y bien le quedaba una “pluma en el chapón del Foreign Office”, como dice Simpson, que demostraba al mundo la voluntad del gobierno de defender los derechos humanos sin que se trajeran mayores consecuencias. Aún así­, las actividades de la Corte en sus primeros diez años eran mí­nimas, muy en contraste con el gran número de casos vistos en los últimos años.

Es de resaltar que la obra de Simpson, además de la “génesis de la Convención europea” enunciada en el tí­tulo, ofrece también largos capí­tulos interesantes sobre el rol de Gran Bretaña en la redacción de la Declaración Universal o de la Convención de Derechos Humanos que fue originalmente el proyecto de la Comisión de Derechos Humanos.

por Rainer Huhle

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