por Rainer Huhle

Foto: Hernán Santa Cruz (derecha) con el presidente chileno Gabriel González Videla y la diplomática Ana Figueroa (Nueva York, 1950)
Como la de muchos otros, la carrera del jurista chileno Hernán Santa Cruz dio un giro inesperado cuando en 1945 comenzó a trabajar en las Naciones Unidas. En sus memorias, que publicó con casi ochenta años, describe ese periodo como su “segunda vida“. A los diecisiete años comenzó a trabajar para la justicia militar de su país, estudió Derecho y más adelante fue juez de apelación en la Corte Marcial de Santiago y profesor en la Academia Superior de Estudios Policiales. En los años cuarenta dirigió durante un tiempo el Instituto Chile-Brasil en Rio de Janeiro, donde trabó amistad con Gabriel González Videla, conocido político del Partido Radical que por entonces era embajador chileno en Brasil. En 1945 González Videla asistió a la conferencia de fundación de la ONU como miembro de la delegación chilena y, al ser elegido presidente del gobierno en septiembre del año siguiente, nombró a su amigo Santa Cruz primer embajador de Chile en las Naciones Unidas.
A principios de 1947 Santa Cruz fue elegido para la recién creada Comisión de Derechos Humanos, que constaba de 18 delegados. Con el objetivo de llevar adelante la Declaración Universal (y el pacto sobre derechos humanos planteado a la vez), en verano de 1947 la Comisión creó un comité de redacción de ocho miembros, del que Hernán Santa Cruz también formó parte. Chile fue unos de los pocos países que hasta ese momento habían presentado un borrador. Las actas de sesión y los informes de algunos de sus homólogos prueban que Santa Cruz aportaba continuamente ideas importantes a los debates, sobre todo en relación a la formulación del derecho a la vida, que consideraba básico. Quería que la ONU tomase partido contra la pena de muerte y la tortura.
Santa Cruz también insistía en que los derechos económicos y sociales se trataran igual que los políticos. Su convincente argumento al respecto, que aún no ha sido aceptado por todo el mundo, lo expuso en un punto del preámbulo de la Declaración Universal: “Para gozar de las libertades fundamentales, las personas tienen que estar protegidas biológica y económicamente de la inseguridad social“. Desde su punto de vista, era precisamente la garantía de los derechos económicos y sociales lo que podía evitar el retorno del fascismo. Santa Cruz no fue el único que abogó por que se fijaran dichos derechos en la Declaración. Algunos Estados de América Latina, además de Francia, Australia, Nueva Zelanda y otros “países pequeños“, apoyaron la ampliación del listado clásico de derechos humanos después de que Estados Unidos pusiera en duda los derechos económicos, sociales y culturales, originalmente formulados por el Presidente Roosevelt. Sin embargo, sus contemporáneos coinciden en que nadie luchó tan obstinadamente por esos derechos como Hernán Santa Cruz.
En su discurso sobre la Declaración Universal en la Asamblea Plenaria del 9 de diciembre de 1948, Santa Cruz destacó los artículos que desde su punto de vista abrían una nueva perspectiva y dotaban de verdadero valor a la Declaración: el artículo 3, que proclama el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona, el artículo 22, que define esa seguridad como el derecho a la seguridad social y a la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, y el artículo 28, que proclama el derecho a que se establezca un orden social e internacional que garantice esos derechos.
Hoy en día apenas llama la atención que el “orden internacional“ aparezca definido como “orden social e internacional“ en la Declaración, ni la idea de que el derecho a la vida también tenga un sentido social. Sin embargo, para Santa Cruz y muchos de sus compañeros, la relación entre ambos elementos era crucial. De hecho Santa Cruz dedicó su posterior carrera profesional en la ONU a crear el orden internacional que debía garantizar a todo el mundo una vida digna y con seguridad social.
A mediados de 1947, paralelamente a su trabajo en la Comisión de Derechos Humanos, Santa Cruz tomó una primera iniciativa para ese orden internacional al impulsar la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) en el marco del Consejo Económico y Social de la ONU. Gracias a su habilidad negociadora, en 1948 se fundó finalmente la CEPAL y se estableció su sede en Santiago de Chile. En los siguientes años la CEPAL desempeñaría un papel importante en el debate sobre la política de desarrollo internacional.
En 1954 Santa Cruz cambió el servicio diplomático de Chile por la ONU, donde trabajó en la implantación de los derechos económicos y sociales. Desde un primer momento centró su atención en el derecho a la alimentación, en cierta manera el núcleo de los derechos sociales y de la política de desarrollo. El segundo punto del artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en el que se proclama “el derecho fundamental de toda persona a estar protegido contra el hambre“ y que exige a los Estados emprender medidas políticas concretas para el cumplimiento de ese derecho, lleva el sello de Santa Cruz. En 1958 entró en la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), donde fue representante regional para América Latina y el Caribe y subdirector de la organización. La FAO fue el punto principal de referencia de su trabajo en las Naciones Unidas hasta su jubilación en 1984. Santa Cruz intervino además prácticamente en todos los órganos de la ONU relacionados con la política social, los problemas de desarrollo y las necesidades del Tercer Mundo: la CNUCYD, la OIT, el PNUD y el G-77 o Movimiento de Países No Alineados.
La otra gran preocupación de Santa Cruz era la lucha contra el racismo. A finales de 1952 fue nombrado presidente de la recién fundada Commission on the Racial Situation in the Union of South Africa (UNCORS), que lideró la lucha de la ONU contra el apartheid hasta su abolición en 1994. En 1954 Santa Cruz se convirtió en miembro de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, de la que formó parte veinte años. Además fue Relator Especial sobre la discriminación racial, una materia sobre la que escribió dos informes muy influyentes. Cuando la FAO, la CEPAL y las otras instituciones de la ONU le concedieron la jubilación, fue elogiado como una de las grandes personalidades que habían marcado la reputación de la ONU sobre derechos humanos.

Foto: Hernán Santa Cruz (en el centro) con el posterior presidente Eduardo Frei y Salvador Allende (1950)
Sin embargo, la imagen de Santa Cruz es algo ambigua en su Chile natal. Cuando murió en 1999, el gobierno realzó sus grandes méritos, sobre todo en relación a la fundación de la CEPAL y a su amistad con Salvador Allende, mientras que otros recordaron que apenas había aparecido en escena durante la dictadura de Pinochet, a pesar de ser miembro de la Academia de Humanismo Cristiano y de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, dos organizaciones contrarias a la dictadura. Los más viejos se acordaban perfectamente de la época en que Gabriel González Videla, amigo y colaborador de Santa Cruz, era presidente. En 1946 González Videla, al frente de una coalición del Partido Radical con liberales y comunistas, se convirtió en presidente del gobierno. Pero ese frente popular se rompió cuando en 1947 los comunistas apoyaron una serie de huelgas mineras en diferentes regiones. González Videla echó a los comunistas del gobierno, prohibió el partido, desposeyó a sus líderes de los derechos civiles y los internó junto a los líderes sindicales en campamentos en lejanas zonas desérticas. Otros, como Pablo Neruda, tuvieron que escapar al extranjero. González Videla también llevó a cabo un cambio radical a nivel internacional. En la conferencia de fundación de la ONU de 1945, formó parte de la delegación chilena, la única con delegados comunistas, entre ellos el secretario general del partido comunista de Chile. Sin embargo, una vez en el gobierno, González Videla lideró el movimiento anticomunista en América Latina, que acabó llevando la Guerra Fría al continente.
Santa Cruz también mantuvo duros enfrentamientos con los representantes de los países comunistas en la ONU. Respaldó firmemente al gobierno del presidente checoslovaco BeneÅ¡, que había sido derrocado por los comunistas y a cuyo ministro de asuntos exteriores, Masaryk, unía una amistad. También se enfrentó al gobierno soviético al no permitir éste salir al extranjero a la mujer rusa de un diplomático chileno. Para Santa Cruz eso no era sólo una clara violación de las normas diplomáticas, sino también de los derechos humanos, a saber: del derecho a salir de un país y de formar una familia. Esas y otras situaciones semejantes hicieron de él un firme opositor de la política y la ideología comunista.
Cuando a principios de 1949 la Federación Sindical Mundial, dominada por los comunistas, y los diplomáticos del bloque oriental denunciaron ante la ONU la situación política en Chile, le incumbió a Santa Cruz como embajador chileno defender la posición de su gobierno. Aunque sus argumentos frente a la campaña de la FSM eran comprensibles, apenas se percibían en ellos las ideas sobre derechos humanos que había defendido en la ONU. Afirmó que las medidas del gobierno habían sido “ejemplarmente moderadas“ y que la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, que entre otras cosas había desposeído a los comunistas del derecho a voto activo y pasivo, había sido aprobada por el parlamento, y por lo tanto era democrática. Incluso comentó que en los campos de exiliados del desierto, que habían dejado de funcionar hacía tiempo, había habido un “clima envidiable“.
Santa Cruz justificaba la ilegalización del partido comunista de Chile y la desarticulación de los sindicatos comunistas alegando que no defendían intereses nacionales, sino los intereses de una potencia extranjera. Remitió al discurso que había pronunciado en la Asamblea General el 9 de diciembre de 1948, antes de la votación por la Declaración Universal de Derechos Humanos. Allí había declarado que, puesto que la democracia se basa en la solidaridad nacional, los miembros de grupos sometidos a potencias extranjeras no deberían poder recibir cargos públicos. Pero había agregado que los intentos de confiar al Estado la interpretación de los derechos humanos habían fracasado en los debates porque eso equivalía a la proclamación de “derechos totalitarios del Estado“, que chocaban con el carácter inalienable de los derechos humanos. Sin embargo, Santa Cruz no volvió a mencionar esa segunda parte en su retrospección.
El ejemplo de uno de los autores más beneméritos de la Declaración Universal de Derechos Humanos demuestra cómo la Guerra Fría y las luchas políticas y sociales en algunos países, además de poner en duda el cumplimiento de los derechos humanos, conducen a malinterpretaciones de esos derechos que tanto esfuerzo ha costado conseguir. No sólo en Chile, sino en toda América Latina, la proclamación de principios en las Naciones Unidas y la verdadera política nacional de los Estados han sido siempre dos cosas muy diferentes.
Traducción del alemán: Álvaro Martín