por Rodolfo Yanzón
Buneos Aires
La instauración del denominado “Proceso de Reorganización Nacional” tuvo como objetivo la especulación financiera, el desguace del aparato productivo, el traspaso de recursos económicos a los sectores de mayores ingresos y a las empresas multinacionales. Para ello fue necesario desmantelar el tejido social y político, proscribir las organizaciones gremiales. El genocidio y los crímenes de lesa humanidad fueron el correlato de esta política.
La Corte Suprema de Justicia legitimó a quienes se alzaron contra la Constitución Nacional y la pusieron por debajo de los Estatutos dictados por el autodenominado Proceso, reconociéndoles, además, facultades legislativas, judiciales y constituyentes.
El genocidio contó con el respaldo de la cúpula de la iglesia católica, que llamó a los militares a intervenir en una “guerra santa”. El adoctrinamiento de los militares se llevó a cabo bajo la supervisión de los Estados Unidos, en forma coordinada con el resto de las dictaduras del continente. Mientras tanto, la Embajada norteamericana velaba por los intereses de sus ciudadanos, es decir, por los beneficios económicos de sus grandes empresas.
El estado de sitio, el dictado de órdenes secretas “antisubversivas”, la tortura, la desaparición forzada de personas, el aniquilamiento de miles de personas, el robo de bienes de las víctimas, los centros clandestinos de detención donde se sometió a miles de personas a condiciones infrahumanas, niños nacidos en cautiverio, la privación de libertad sin juicio; todo fue posible bajo el imperio de un poder autoritario que dijo reconocer sólo la “ley de dios”.
Con su silencio, el Poder Judicial brindó un importante apoyo a los crímenes que se cometieron en forma sistemática y se erigió en el último eslabón de la cadena represiva al perseguir, encarcelar y enjuiciar a miles de personas por lo que llamaron “actividades subversivas”.
Familiares de las víctimas denunciaron la situación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la O.E.A., que elaboró un informe el 11 de abril de 1980 en el que mencionó la existencia de numerosas violaciones a los derechos humanos y encomendó al Estado Argentino que debía reparar y administrar justicia por tales crímenes.
Antes de ceder el gobierno, los militares dictaron una autoamnistía por los crímenes cometidos durante este período y declararon la muerte de todos los desaparecidos. Esta norma fue declarada nula por la Corte Suprema de Justicia al momento de revisar la sentencia a los ex comandantes.
Quien era entonces un candidato a la Presidencia de la Nación, el Dr. Raúl Alfonsín, dijo en su campaña que debían contemplarse los distintos niveles de responsabilidad. Ya como primer mandatario y luego de recibir el gobierno de parte del General Bignone, miembro de la cuarta y última junta militar, dictó dos decretos por los que ordenó la persecución penal contra las cúpulas de las tres primeras juntas militares y contra miembros de organizaciones guerrilleras, dirigentes gremiales y militantes políticos. La tristemente célebre teoría de “los dos demonios” se hallaba en marcha, como una forma de diluir las responsabilidades del terrorismo de Estado y de reconocerle legitimidad a la represión desatada. Luego de recuperada la democracia, muchos presos políticos continuaron en prisión, a pesar de haber padecido la tortura y el encierro en centros clandestinos de detención.
Alfonsín encomendó a un grupo de notables, que actuó en lo que se denominó la “Comisión Nacional de Desaparición de Personas” (CONADEP), la elaboración de un informe sobre las violaciones a los derechos humanos, que fue presentado el 20 de septiembre de 1984.
Como política central del gobierno elegido por vía electoral, el Poder Judicial no fue depurado; sólo se modificó la composición de la Corte Suprema de Justicia, con lo cual la gran mayoría de los jueces que hicieron oídos sordos a los gritos de las víctimas y sus familiares y que habían jurado por los Estatutos del Proceso, pasaron a ser jueces en la democracia.
El Congreso de la Nación modificó el Código de Justicia Militar para otorgar a los militares la facultad de juzgar a sus pares implicados en violaciones a los derechos humanos, en lo que se dio en llamar la doctrina de la “autodepuración”. Sólo se previó la justicia civil para actuar como tribunal de apelación de las sentencias dictadas por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Este Consejo Supremo estaba compuesto de la misma forma que durante la dictadura.
La doctrina de la “autodepuración” fue sustentada por el gobierno de Raúl Alfonsín, con el argumento de que los crímenes cometidos no debían caer sobre las instituciones y que habían respondido exclusivamente a la voluntad de algunos individuos. Luego, la Corte Suprema convalidó esta estrategia, a pesar de haber sido fuertemente criticada por haberse creado un fuero de excepción y por la violación al principio republicano de división de poderes, ya que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas dependía del Presidente de la Nación.
Esta vía impidió toda pesquisa e investigación de los hechos y frustró cualquier juzgamiento. Por las “demoras injustificadas” en las investigaciones, intervinieron las cámaras federales en lo criminal y correccional. Cabe aclarar que la posibilidad de que una cámara federal interviniera por esta razón, no formaba parte del proyecto de ley enviado al Parlamento por el Presidente Alfonsín, y fue agregada en el texto final de la ley por los partidos de oposición. El Consejo Supremo no sólo no investigó sino que reivindicó lo actuado durante el terrorismo de Estado.
Las tres primeras juntas militares que tomaron el poder a partir de 1976 fueron juzgadas por la Cámara Federal de Apelaciones de la ciudad de Buenos Aires, en lo que se llamó el “juicio contra los ex comandantes”, como consecuencia de la inactividad del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Las penas impuestas oscilaron entre la reclusión perpetua y los cuatro años de prisión. Hubo, además, cuatro absoluciones. Todos los jueces integrantes de esta Cámara Federal provenían de la dictadura, del mismo modo que los integrantes de la Fiscalía que llevó a cabo la acusación.
La diferencia abismal entre la imposición de penas y la absolución como también entre los montos de las penas, radicó, esencialmente, en que la Cámara Federal optó por una responsabilidad individual, es decir que cada uno de los comandantes debió responder por los hechos cometidos en la órbita de su arma y no por lo actuado por las otras.
A su vez, los hechos investigados se restringieron a aquellos cometidos por los imputados en su calidad de comandantes y no a otros delitos que pudieron haber cometido como miembros y/o jefes de las distintas dependencias de las Fuerzas Armadas, con lo cual los miembros de las segunda y tercera juntas no respondieron por los crímenes cometidos durante la primera, a pesar de sus altos rangos en cada una de las fuerzas.
Todo esto indica claramente la decisión política –y por ende jurídica- de restringir al máximo los juicios por violaciones a los derechos humanos y sus castigos, y de sostener que sólo existieron individuos que cometieron crímenes y no la planificación de aniquilamiento.
Apenas conocido el fallo de la Cámara Federal en diciembre de 1985, el gobierno de Alfonsín hizo pública su intención de dar un “punto final” a los juicios. A partir de allí en abril de 1986 se impartieron las instrucciones al fiscal general ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, con el objetivo de no ir en detrimento de la “capacidad espiritual” de las fuerzas.
Las presiones militares por dar un corte a los procesos iniciados fueron en aumento. A las declaraciones públicas de varios de los integrantes de las Fuerzas Armadas les sucedió una serie de levantamientos militares.
En medio de la grave crisis política e institucional, el Presidente Alfonsín envió un proyecto de ley al parlamento en diciembre de 1986. En su discurso a la sociedad dijo que el país debía mirar hacia el futuro. Comenzó a gestarse el “punto final” que se sancionó el 29 de ese mismo mes. Se trató, en verdad, de una autoamnistía, prohibida tanto por la Constitución argentina como por los pactos de derechos humanos. Por esta medida se extinguía la acción penal si una persona no era llamada dentro de los sesenta días de promulgada la norma.
El efecto que causó la ley fue una avalancha de presentaciones ante la Justicia en contra de quienes se hallaban imputado y el dictado de innumerables procesamientos contra miembros de las fuerzas militares.
A ello le siguieron las instrucciones impartidas a los fiscales federales de la justicia civil para que restringieran al máximo el número de causas.
El alzamiento militar de semana santa de 1987 originó que Alfonsín se doblegara ante tales presiones: el día 13 de mayo de 1987 el Presidente de la Nación envió un proyecto al Congreso, que luego se convirtió en ley, por el que se estableció la “obediencia debida”, concepto por el cual se presumía que los miembros inferiores de las FFAA habían actuado en cumplimiento de órdenes emanadas de la superioridad, excluyéndose los delitos contra menores, la violación y usurpación de la propiedad.
Mediante esta norma el Congreso asumió funciones judiciales por las que estableció que los miembros subalternos de las Fuerzas Armadas habían actuado de modo irreprochable, sin admitir prueba en contrario. A los pocos meses fue convalidada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, con la única excepción del Dr. Jorge Bacqué. Esta postura fue compartida por los tribunales federales inferiores, lo que llevó al cierre de todas las causas en trámite.
La persistente presión militar hizo que el sucesor de Alfonsín, el Dr. Carlos Menem, dictara los decretos de indulto perdonando las penas a los pocos militares que habían sido condenados, quienes recuperaron su libertad.
Tanto las leyes de obediencia debida y de punto final como los indultos presidenciales fueron seriamente cuestionados por la Convención Americana de Derechos Humanos de la OEA, por el Comité contra la Tortura de la ONU y por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, porque impidieron el derecho a la justicia de gran parte de la población argentina y porque los delitos aberrantes cometidos no pueden ser amnistiados ni perdonados.
Sin embargo, el trabajo de los organismos de derechos humanos no cesó y gran parte de la sociedad argentina continuó reclamando justicia y castigo por tales crímenes.
El trabajo incesante realizado con el anhelo de obtener justicia en algún lugar del mundo dio como resultado la presentación de una denuncia ante el Juzgado nº 5 de la Audiencia Nacional de Madrid, a cargo del juez Baltasar Garzón, quien actualmente investiga la comisión de los delitos de genocidio, terrorismo de Estado y torturas cometidos por los militares argentinos y chilenos.
Jueces de otros países, como Italia, Francia, Suiza e Israel, se sumaron a la persecución penal de estos graves crímenes, en señal de que toda la comunidad internacional se hallaba conmovida. A fines de 2.000 un juez mexicano hizo lugar a la extradición a España del marino argentino Ricardo Cavallo reconociendo la jurisdicción universal.
Como consecuencia del dictado de órdenes de detención de estos jueces extranjeros contra militares argentinos, nuestro país se ha transformado en una gran cárcel para los genocidas. Ni el gobierno de Menem ni el del actual Presidente, Fernando De la Rúa, han dado muestras de colaboración con los juicios iniciados en el exterior y reclamaron el principio de la territorialidad para estos crímenes, exhibiendo su afán en sostener la impunidad en la Argentina y reconociendo las leyes e indultos dictados.
En estos últimos años ha habido un cambio muy positivo en la comunidad internacional con respecto al reconocimiento del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y su incorporación al derecho interno de los Estados. El debate por la instauración de una Corte Penal Internacional y sucesos como la detención de Pinochet y los juicios de Ruanda y la ex Yugoslavia lo demuestran.
Este avance significativo otorgó nuevos aires en la lucha contra la impunidad en la Argentina, donde se presentaron diversas querellas criminales. Por una de ellas se investiga la existencia de un plan sistemático de apropiación de niños nacidos en cautiverio; en esta causa fueron privados de libertad varios militares, entre los que se encuentran Videla y Massera, por ser autores mediatos del ocultamiento y supresión del estado civil de centenares de menores, hijos de detenidos-desaparecidos. El juez que interviene en la causa aplicó el derecho internacional de los derechos humanos y entendió que se trataba de crímenes de lesa humanidad y por lo tanto, de carácter imprescriptible.
Hay dos importantes antecedentes en la Argentina: los casos de los oficiales nazis requeridos de extradición, Eric Priebke y Franz Schwammberger, en los que la Corte Suprema de Justicia y la Cámara Federal de la Plata, respectivamente, fundaron la aceptación de ambos pedidos, en virtud de la comisión del delito de genocidio y de crímenes de lesa humanidad.
También se presentó una querella contra los máximos responsables de las dictaduras que usurparon el poder en el Uruguay, Bolivia, Chile, Paraguay, Brasil y la Argentina, por la existencia de lo que se denominó el “plan cóndor”, por el cual, con el conocimiento, consentimiento y apoyo de los EEUU, llevaron a cabo un sistema de persecución, represión y eliminación de opositores políticos. Este “operativo cóndor” tuvo sus principales víctimas dentro del territorio argentino y uno de sus gestores más relevantes fue el General chileno Augusto Pinochet. El juez a cargo de esta investigación ha solicitado al Gobierno de los EEUU una serie de documentos que recientemente han sido desclasificados, de los que surge con evidencia esta red criminal que estuvo enquistada en las estructuras de varios Estados.
En otras causas criminales actualmente abiertas se investiga la supresión del estado civil de niños nacidos en cautiverio. En una de ellas, hace pocos días el juez federal Gabriel Cavallo declaró la invalidez de las leyes de obediencia debida y punto final, por ser ambas violatorias de la Constitución Nacional y de los Pactos internacionales de derechos humanos, con el objeto de investigar las desapariciones de los padres de una menor nacida en un centro clandestino de detención. Este elogiable fallo, fruto de un concienzudo estudio y esforzado trabajo, será objeto de apelación ante la Cámara Federal de Buenos Aires por parte de los detenidos en esta causa, los torturadores Julio Simón y Juan Antonio Del Cerro.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación había declarado la constitucionalidad de ambas normas y es probable que sostengan esta postura en una eventual intervención.
Según nuestro sistema, la declaración de inconstitucionalidad sólo puede regir para el caso concreto, con lo que la lucha jurídica en este punto recién ha comenzado. Los organismos de derechos humanos están estudiando los pasos a seguir para solicitar la reapertura de todas aquellas causas que fueron cerradas luego de la promulgación de ambas leyes y para que se inicien aquellos casos que jamás fueron denunciados.
Mientras tanto, el poder militar ya ha fijado su posición: el fallo va en contra de la reconciliación nacional –como si la reconciliación nacional pudiera ser fruto de algo distinto que la justicia-; quien fuera Presidente de la Nación al momento de sancionarse las leyes, Raúl Alfonsín, manifestó que mirar hacia el pasado puede abrir viejas heridas; el actual ministro de defensa, Horacio Jaunarena –que ocupaba el mismo cargo en esa época- dijo que las Fuerzas Armadas gozan del reconocimiento del pueblo argentino y que las leyes son constitucionales; la jerarquía de la iglesia católica se mostró disgustada –los mismos obispos que comenzaron a elaborar con las Fuerzas Armadas una eventual mesa de diálogo para una inviable reconciliación nacional-; los periodistas del stablishment reconocieron el fallo aunque mencionaron que políticamente no era conveniente e insistieron en la teoría de los dos demonios.
Muchos de los jueces que podrían intervenir en las causas por violaciones a los derechos humanos ya se han manifestado por la constitucionalidad de las leyes.
La impunidad trajo como consecuencia que en períodos democráticos hayan sucedido hechos atroces como los atentados a la Embajada de Israel y a la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina, que causaron decenas de muertos y en las que se sospecha seriamente la participación de policías y militares argentinos. Las ejecuciones extrajudiciales de parte de la policía es una constante y hay centenares de casos en los últimos años. La tortura se ha seguido utilizando en las comisarías, a pesar de haber existido más de cuatrocientas denuncias, los jueces no han condenado a ningún agente del Estado. El Ejército Argentino, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, ejecutó a militantes de una agrupación de izquierda que atacó un regimiento. Tres de los atacantes se encuentran actualmente desaparecidos, a pesar de que fueron detenidos con vida por agentes del Estado. La política económica que instaurada durante la dictadura se ha intensificado en los últimos años provocando la exclusión social de un gran sector de la población. La impunidad ha corroído las estructuras de la sociedad argentina y continúa siendo sostenida desde las más altas esferas.
Es nuestro afán derribar el muro de impunidad para que no se repita la historia y como homenaje a la memoria de las víctimas, de quienes tomamos el compromiso de trabajar por una sociedad donde la justicia y la libertad se hagan realidad. Para ello, continúa siendo vital el interés de toda la comunidad internacional. Muchas gracias.