La Reconstrucción Humana: Base para la paz en Centroamerica

Ago 17th, 1999 | By | Category: América, Regiones

por Edgar Gutiérrez

Los centroamericanos seguimos estando ante un desafí­o formidable, como es la construción de la paz. Naturalmente, la paz entendida no sólo como ausencia de guerra, sino como la convergencia de satisfacciones materiales y espirituales que generan equilibrios en la sociedad y facilitan las relaciones humanas. Para decirlo más claramente cito a la Conferencia Episcopal de Guatemala, de su última Carta Pastoral “Urge la Verdadera Paz!”: la paz requiere un nuevo orden económico, social y polí­tico conforme a la dignidad de todas y cada una de las personas, impulsando la justicia y la solidaridad …

Quiero abordar este tema a partir de una serie de proposiciones que nos permitan un acercamiento desde dimensiones diversas.

La primera proposición serí­a: nuestros paí­ses en Centroamérica viven un cambio de época, determinado por tansformaciones profundas en los sistemas internacionales de trabajo, por el papel de la tecnologí­a en la producción y reconfiguración de la geografí­a polí­tica mundial. Esto significa la creación de un nuevo marco de gobernabilidad para nuestros paí­ses, el que tiene como premisa la desactivación de los conflictos armados internos, entendidos éstos como manifestación prolongada de la guerra frí­a, o sea, de la confrontación global que comenzó a quedar resultas hace justamente más de diez años.

La así­ llamada globalización de los sistemas de producción e intercambio levanta para nuestros paí­ses dilemas nuevos, pero sobre un telón de fondo viejo y ya conocido. La fórmula de la gobernabilidad tiene dos componentes: la reforma polí­tica, que nos habla de una nueva relación de poderes en el estado, esto significa que la anterior combinación de desarrollismo y militarismo se debilita por caducidad y es reemplazada por el paradigma neoliberal y el estilo empresarista. La reforma polí­tica entonces, nos lleva a un reemplazo de las estructuras institucionales y jurí­dicas forjadas en nuestros paí­ses tras la Segunda Postguerra Mundial, pero viciadas y corrompidas hasta el punto de que el llamado Estado de bienestar, se convirtió para nosotros en Estado del malestar.

Ahora, pues, vivimos una penosa transición hasta la reedificación estatal, basada en la elaboración de un nuevo código de relaciones sociales que pretende atacar el régimen de impunidad tan extendido y al mismo tiempo acabar con la exclusión polí­tica de las fuerzas que se levantaron en armas, en el caso de Guatemala, desde los tempranos años sesenta, y que desataron una de las crisis de poder y estabilidad más serias desde las reformas liberales del siglo pasado.

La reforma económica, por otro lado, pretende liberar las fuerzas del mercado como condición de modernidad. El problema es que los programas de ajuste estructural parten de una premisa falsa: que nuestros paí­ses lograron cristalizar el proyecto Estado-Nación, y que generaron las correspondientes clases y grupos sociales que sustentan ese proyecto, y la consiguiente cultura nacional. Nuestra realidad no corrsponde a ese esquema. Los programas de estabilización y ajuste estructural tienen el efecto de socavar desde el inico la reforma polí­tica, porque aumenta la producción de pobres y de pobreza, es decir, tiene un caracter excluyente y no equitativo.

Nuestros paí­ses ingresan a esta nueva era exhaustos por las guerras internas y el quiebre económico que venció la espina dorsal de nuestros aparatos productivos, y la suplantó por un sistema financiero altamente volátil y especulativo. Nicaragua y El Salvador son dos ejemplos cercanos de tránsito hacia la postguerra bajo planes de ajuste estructural empobrecedores. Chiapas, en la frontera norte de Centroamérica, es otro ejemplo de estallido de sociedades pre-estatales que llaman la atención como aquella conciencia que no nos deja dormir en paz, sobre el rumbo a que nos somete la globalización. La reivindiación de los pueblos hoy dí­a en Mesoamérica, es decir, Centroamérica más la pení­nsula deYucatán de México, es simple y contundente: Queremos paí­ses en que quepamos todos.

La segunda proposición se refiere a los actores de este proceso que he pretendido esbozar. He hablado de nuevos actores de poder empresarial con pretensión hegemónica en nuestros paí­ses. Se trata de una transferencia de la gestión empresarial hacia la gestión estatal liderada por los estamentos llamémosles modernos, gerentes, banqueros, e industriales (rara vez terratenientes), los cuales también atraviesan un perí­odo de aprendizajes y choque con las estructuras que se resisten a su estilo de cambio. Estos sectores, que portan en su agenda las reformas polí­ticas y económicas a que hice referencia, fomentan la reprivatización y los nuevos valores de la educación, las normas de consumo y las formas de representación social.

Los viejos aparatos militares que marcaron una larga época autoritaria y represiva en nuestras sociedades, se debilitan, pero a la vez mutan sus aparatos y su ideologí­a a las nuevas circunstancias. No es casual que en las negociaciones de paz, tanto en Nicaragua, como en El Salvador y Guatemala, en contextos de relaciones de fuerza tan disí­miles, haya un común denominador: el intento de sujeción del nuevo poder civil sobre el militar y la adecuación de las funciones de éste a una sociedad democrática.

Sin embargo, estoy hablando de mutaciones dentro de los aparatos militares, porque hay ciertas instancias sombra de las fuerzas armadas –que normalmente son los organismos de inteligencia- que juegan un papel estratégico para la gobernabilidad. Y la razón es que las estructuras desplazadas generan una actitud reactiva desestabilizadora a traves de las mafias, el crimen organizado que, justamente se organizan fuera de la ley, como bandas de secuestradores, robacarros, contrabandistas, narcotraficantes y pandillas juveniles con control territorial. La mutación del aparato militar puede ser todaví­a más riesgosa si imprime –sobre mentalidades militarizadas- los métodos que configuran los Estados policí­acos para controlar los múltiples factores de inestabilidad social.

Luego tenemos una sociedad civil desbordante y atravesando una crisis propia de integración. En efecto, las sociedades civiles en Centroamérica están mostrando un dinamismo contagiante. Prácticamente están en todo. Los partidos polí­ticos como formas de representación de los diversos intereses sociales en el Estado, han quedado agotados, como parte del viejo sistema institucional, al igual que el sindicalismo que tanto auge cobró durante la vigencia del Mercado Común Centroamericano, en las décadas de 1960 y 1970.

Hoy dí­a, la sociedad civil se manifiesta de múltiples formas, tanto en el campo del desarrollo, donde aporta enfoques y metodologí­as microregionales para la pequeña producción agrí­cola y artesanal, los conceptos de manejo del medio ambiente y la actualización de tecnologí­as propias, allá donde el estado se está retirando o donde nunca estuvo, en el campo de la educación no formal, la capacitación técnica, la formación ciudadana, la organización comunitaria, con un mensaje abierto y participativo, de promoción de los derechos humanos, de análisis de conflictos, de superación de etapas postraumáticas y la educación para la paz con justicia. También en el campo de la movilización y la autogestión barrial, comunitaria, y municipal, y de reconstitución de los tejidos sociales que quedaron tan lastimados.

En esta dinámica es que muestran un nuevo perfil las mujeres, los movimientos de base y los movimientos indí­genas, con una propuesta explí­cita de reconstitución de la nación sobre bases pluriculturales, multiétnicas y plurilingües.

La emergencia de las mujeres, como sujeto polí­tico, tiene su propia explicación histórica en nuestros paí­ses, y está muy vinculada a las necesidades que le impuso la guerra y la precariedad económica a las familias. Es decir, básicamente la trascendencia del ámbito doméstico ocurre en los amplios estratos pobres y de clase media empobrecida, y no en la clase media holgada, como ha ocurrido en otros paí­ses.

Los movimientos indí­genas, por lo consiguiente, surgen con mucha vitalidad y coherencia ante los datos inquietantes de la realidad: la globalización que irrumpe arrolladamente hasta las últimas comunidades con su oferta masificadora del consumo, borrando historia y cultura, e imprimiendo la velocidad de los medios de comunicación. Ello golpea sobre todo a las generaciones jóvenes y a las poblaciones desarraigadas a causa de los conflictos armados, pero también de las migraciones forzadas por razones económicas que miran la jauja –o sea, ese sueño de ciudades de grandes riquezas y oportunidades- en la opulenta sociedad estadounidense.

Pero, por otro lado, estos movimientos indí­genas son conscientes de la crisis del proyecto de Estado-Nación, encarnado en nuestro paí­ses por las elites criollas (es decir, los descendientes directos de españoles y europeos) y ladina, pues sus bases materiales, sus premisas ideológicas de soberaní­a y nacionalismao, así­ como su concepto de fronteras nacionales se están alterando radicalmente. Menciono dos ejemplos cercanos. Las misiones de Naciones Unidas para la verificación de los acuerdos de paz, y los programas de alivio de la pobreza, también canalizados a traves de Naciones Unidas, le dan una dimensión internacional y transnacional a nuestras transiciones que, a la vez, da carta de reconocimiento a los actores hasta ahora subordinados, discriminados y excluidos por las étnias, el género y la cultura de violencia dominantes.

Pero antes decí­a que esta sociedad civil a veces tan amorfa y conflictiva tiene su propia crisis de integración, que se refiere a sus mecanismos de articulación y a sus formas de representación. Ello se trata de resolver mediante referentes territoriales, es decir, la gente se organiza prioritariamente donde vive, que es su espacio vital de reproducción social, y ya no trabaja, pues sus trabajos son múltiples, inestables y exigen constante desplazamiento. De allí­ que los espacios familiares, locales, comunitarios, municipales y hasta regionales adquieran ahora una dimensión polí­tica diferente. Las formas de representación, de igual manera, son nuevas; muchas veces son simbólicas y se trata de conferir a autoridades morales, antes que a representantes polí­ticos. Esta legitimidad a veces choca con la legalidad establecida y provoca desencuentros, si el sistema jurí­dico establecido por el Estado no está atento a ellos.

Quiero terminar formulando una tercera posición. Esta se refiere a la perspectiva de sobrevivencia de nuestros pueblos. En lo personal tengo mucha confianza en la creatividad, el ingenio y la capacidad de trabajo de los pueblos centroamericanos. Pero también pienso que es importante detenernos a reflexionar sobre el efecto acumulado, fatigoso, que ha tenido la vida en esa región del mundo en los últimos treinta años, y los múltiples desencantos de las promesas perdidas en el camino. Primero fue la idea de desarrollo y progreso, como horizonte asequible de una vida mejor, con la atracción de los centros urbanos, la circulación del dinero y la tecnologí­a que aseguraba la abundancia. Después fue la revolución armada como único camino para la transformación de las estructuras injustas y la creación de un Estado que gestarí­a también al hombre y la sociedad nuevas. Ahora es la conquista de la paz en el contexto de la edificación del estado de Derecho, y la eficiencia económica como postulado del neoliberalismo para acercarnos a la cultura occidental desarrollada, postindustrial.

El progreso no llegó a Centroamérica. La revolución fue un sueño que algunas veces se transformó en pesadilla. La paz puede ser la cortina de humo detrás de la cual crece la miseria de los pueblos. Por todo ello, no es extraño que enfrentemos una crisis graví­sima, casi existencial. El amor a la vida y el sentido de resistencia de nuestros pueblos son ejemplos que siempre debemos recuperar, pero que no nos deben impedir ver con realismo la perversión que se nos impone.

Las decenas de miles de niños que viven en la calle que realizan sus únicas fantasí­as no prohibidas con los valores y los personajes ficticios que salen del video, o en el uso fugaz de una radiograbadora, o unos zapatos tenis de marca cuyo precio serí­a el equivalente al salario de un mes del obrero, mientras duermen alcoholizados o drogados. La aprehensión, la desconfianza, la inseguridad en las calles y los caminos que hace ver en el prójimo al enemigo, al agresor. Existen imágenes terribles y espantosamente cotidianas de linchamientos y ejecuciones de penas de muerte por parte de poblaciones enardecidas y a la vez temerosas, que descargan su impotencia ante un real o supuesto delincuente.

En las postguerras se habla mucho sobre planes de reconstrucción. Se diseñan proyectos y se ejecutan programas millonarios con generosa asistencia internacional. Hasta ahora se habrán invertido unos US 5.000 millones de dólares en programas de reconstrucción material en Centroamérica, y están por aplicarse otros US 1.000 millones de dólares en Guatemala.

Pero en los ejemplos cercanos que tenemos en Nicaragua y El Salvador, encontramos pueblos deprimidos por condiciones materiales de vida siempre más adversas. En Guatemala tenemos un ejemplo cercano de asistencia para la zona de Ixcán, una de las más golpeadas por la guerra, donde se habrá invertido un millón de dólares por kilómetro cuadrado, para la paz; pero las condiciones que hicieron de aquella una próspera y feliz región en los años sesenta y setenta, siguen sin regresar.

Hay una dimensión de la reconstrucción que ha quedado relegada, y ésta es la reconstrucción humana, de las personas y las comunidades. Esta es una tarea clave de acompañamiento para la reparación interna, para ayudar al procesamiento de las experiencias traumatizantes, al entendimiento de la historia reciente, a la recuperación de la dignidad de las ví­ctimas y también, porque no, de los victimarios, al crecimiento en sabidurí­a para el manejo de los conflictos locales e intracomunitarios, en el manejo de nuestra propia coyuntura, de sus riesgos y oportunidades. La reconstrucción humana es piedra angular para la recuperación de nuestros pueblos. Y en esto las iglesias están llamadas a dar una contribución esencial.

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Ponencia ofrecida en el seminario “La paz no significa solamente el fin de la guerra – Diez años de Esquipulas y sus consecuencias para el tiempo presente” Baviera, 17-19 Octubre 1997.

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