Verdad, Justicia y Reconciliación

Ago 17th, 1999 | By | Category: América, Conocer Derechos Humanos, Regiones

por Carlos Martí­n Beristain

El papel de la verdad y la justicia en la reconstrucción de sociedades fracturadas por la violencia

Justicia, verdad y Reconciliación

Tras la finalización de conflictos o dictaduras, muchas sociedades se han planteado la necesidad de conocer el pasado, para dar voz a las ví­ctimas cuya experiencia habí­a sido silenciada o manipulada y para que la sociedad entera, una buena parte de la cual habí­a vivido al margen de esas atrocidades, reconociera lo que habí­a sucedido. Ese trabajo ha sido oficialmente encargado a Comisiones de la Verdad que tení­an que llevar adelante una investigación veraz sobre los hechos y un reconocimiento a las ví­ctimas, proponiendo también formas de reparación o de prevención de las atrocidades en el futuro.

Los detractores de esos procesos, quienes han tenido graves responsabilidades en la violencia contra la población civil y, en general, la historia oficial de muchos paí­ses, ha tratado de promover el reparto de responsabilidades entre todos, y recetar el olvido como la fórmula para la reconstrucción. Sin embargo, la experiencia indica que es la amnesia la que hace que la historia se repita y que se repita como pesadilla. La buena memoria permite aprender del pasado, porque el único sentido que tiene la recuperación del pasado es que sirva para la transformación de la vida presente (Galeano, 1996).

El primer obstáculo para la reconciliación es que la gente no puede reconciliarse con sus experiencias, si no puede compartirlas con otros y darles una dimensión social no puede hacerlas parte de su vida.

Para las ví­ctimas y familiares el conocimiento de la verdad es una de las principales motivaciones. Esa demanda implí­cita de dignificación está muy ligada al reconocimiento de la injusticia de los hechos y a la reivindicación de las ví­ctimas y los familiares como

personas cuya dignidad trató de ser arrebatada.

Romper el silencio de los hechos, hablar de la experiencia, por amarga o dolorosa que sea, es descubrir la esperanza de que esas palabras quizás

sean oí­das y luego, una vez oí­das, juzgados los hechos. Todo eso implica que para mejorar la situación de las ví­ctimas y, dado el impacto de la violencia el propio clima social del paí­s, se necesita asumir la verdad, luchar contra la impunidad y apoyar a los sobrevivientes.

Otras muchas personas piden justicia y castigo a los culpables (que en ocasiones son victimarios conocidos en las comunidades). El ánimo de venganza no ayuda a la reconstrucción del tejido social, pero la convivencia con los victimarios puede seguir siendo un problema importante cuando no se hace justicia y además, muchos de ellos pueden haber sacado ventaja social de su poder (dinero, tierra, etc.). En la demanda de justicia hay por tanto implí­cita una demanda de lograr unas nuevas bases para la convivencia que no estén fundadas en la posesión de las armas o el poder de coacción.

¿Cómo se reconcilia un paí­s con su realidad?

El problema no es que la memoria nos lleve a vivir mirando hacia atrás. Es precisamente al revés. Si la historia se convierte en pesadilla se debe a que el pasado se obstina en no serlo. La “elaboración” del trauma supone reconocer que ha quedado atrás, sustituir la simultaneidad psicológica por una secuencia pasado-presente, ir desalojando poco a poco el lastre del agravio y el resentimiento que nos mantiene apegados a un ayer interminable. Pero para ello es necesario el recuerdo colectivo como una forma de reconocer que los hechos ocurrieron, que fue injusto y que no se debe repetir.

Pero existen al menos dos verdades: una factual y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué y a causa de quién. La primera supone un proceso de investigación del pasado y la publicación de los hechos, los responsables y la memoria de las ví­ctimas. La segunda requiere de todo un proceso social, educativo y polí­tico para hacer “calar” esa verdad.

A pesar de las demandas de las propias ví­ctimas para conocer la verdad, enfrentar los hechos y pedir responsabilidades, frecuentemente desde el estado se plantea la impunidad como el único horizonte posible. Sin embargo, la impunidad no es inevitable . Además existen otras formas de sanción social que pueden ayudar a la reconstrucción tales como la separación de cargos, eliminación de prerrogativas, inhabilitación para ejercer cargos públicos, etc. para eliminar el poder de los responsables, promover un nuevo espacio social para la reconstrucción y evitar los falsos procesos de reconciliación.

Según Ignatieff (1999), cuando falta la justicia la verdad se niega fácilmente. Aunque sea sobre casos concretos o personas determinadas, la investigación de las hechos y la sanción posterior supone una prueba que no se puede negar. Pero la justicia no siempre facilita la reconciliación por parte de los verdugos. í‰stos reaccionan frecuentemente justificando sus acciones e incluso amenazando a la sociedad. Sin embargo, lo peor serí­a dejar sin castigo los crí­menes, si no se rompe el cí­rculo de la impunidad las sociedades tienen libre el terreno para entregarse a la negación. La impunidad ayuda a los que tienen el poder a imponer una versión de la historia y un orden social de acuerdo a sus propios intereses.

Los mecanismos de la crueldad

Según Hannah Arendt, la terrible originalidad de los totalitarismos no se debe a que alguna “idea” nueva haya entrado en el mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras tradiciones, han pulverizado literalmente nuestras categorí­as de pensamiento polí­tico y nuestros criterios de juicio moral. Entender el totalitarismo no significa perdonar nada, sino reconciliarnos con un mundo en el que cosas como éstas son posibles.

En muchos contextos de guerra y represión polí­tica los mecanismos que hacen posible el horror está el sistema de formación de cuerpos militares, la formación de grupos paramilitares, un entrenamiento en la obediencia, fuerte control de grupo y complicidad en las atrocidades, y deshumanización de la población civil, o la participación en atrocidades de los grupos insurgentes (rigidez ideológica, insensibilización frente al sufrimiento, oposición convertida en enemigo, etc.).

Estos sistemas y dinámicas del conflicto armado explican en gran medida el carácter tan destructivo que ha tenido en muchos lugares la represión polí­tica, pero también se manifiesta posteriormente en numerosas formas de violencia en las postguerras ya que, todaví­a una parte de esa redes se mantienen intactas (Guatemala, El Salvador). La memoria de las atrocidades es también una parte de la prevención de la violencia en el futuro. Del desmantelamiento de los mecanismos que han hecho posible el horror depende en gran medida que no se repita la tragedia.

La justicia para rehabilitar a los victimarios

La justicia puede hacer también que muchos responsables de la violencia contra la gente salden cuentas con su pasado. La posibilidad de dar sus testimonios bajo condiciones de seguridad y confianza, de reconocer la dignidad de las ví­ctimas y participar en actividades de reparación social a los sobrevivientes, así­ como someterse a la sanción social, son elementos clave para la reestructuración ética y la reintegración social de los victimarios.

Pero, a pesar de todas las dificultades, la experiencia de otros paí­ses muestra cómo poco a poco se abren agujeros en ese muro de silencio. En 1995, en Argentina, el capitán Alfredo Scilingo que ya no podí­a dormir sin alcohol o psicofármacos decidió hacer una confesión pública, diciendo que habí­a echado al mar a treinta personas, y denunció que en aquellos años habí­an sido entre mil quinientos y dos mil los prisioneros polí­ticos que la Marina argentina habí­a tirado al mar. A mediados de 1998 el dictador argentino Jorge Videla fue a parar a la cárcel. No fue castigado por genocidio sino por el robo de niños nacidos en los campos de concentración de las mujeres detenidas y que poco después de dar a luz serí­an asesinadas.

Nada de esto, ni la crisis de Scilingo ni la investigación sobre el robo de bebés, hubieran salido adelante sin los movimientos sociales y las personas que han estado comprometidas y obstinadas durante años en la denuncia y la lucha contra la impunidad. La memoria de las madres y abuelas ha constituido aquello que Canetti llamó un cristal de la masa, es decir un pequeño grupo perseverante que ha mantenido viva esa memoria. Gracias a esos grupos, la memoria puede convertirse en algunas ocasiones en una memoria abierta, en una masa en red que atrae a todos hacia el sentido de justicia.

La impunidad como obstáculo para la reconciliación

La impunidad es un obstáculo para la reconciliación, a pesar de que muchas veces se plantea que es el precio de la paz. Por regla general, los gobiernos civiles, que han sucedido a las dictaduras militares en América Latina, se están limitando a administrar la injusticia, defraudando las esperanzas de cambio. Las leyes de la impunidad, obediencia debida, amnistí­a, etc. están todas cortadas con la misma tijera. La sociedad enferma de miedo, dolor y desaliento necesita de una nueva vitalidad que la democracia prometió y no puso o no ha sabido dar (Galeano, 1998).

Así­ las dictaduras han dejado su lastre al futuro. Según Sveass (1995) algunos de esos efectos de la impunidad son:

Amenaza la creencia en una sociedad democrática y es una continuación de la opresión y falta de libertad. La imposibilidad de investigar y sancionar a los responsables de las violaciones y el rechazo a la demanda de justicia crea dudas y miedo respecto a las propias ideas de democracia.

Confunde y crea ambigüedad social. Falta de respeto a la ética y a la justicia. La impunidad destruye la posibilidad de reconstruir una relación ética entre la gente. La mentira y la negación son institucionalizadas y defendidas por la justicia del paí­s. Por una parte se dice que se lucha contra la violencia pero se protege a quienes la han ejercido y siguen teniendo poder de coacción.

La impunidad hace que la gente busque la justicia por su cuenta. Cuando no hay justicia, la gente puede ver que la ley no va a dar repuesta a sus problemas y pasar a justificar o llevar a cabo venganzas privadas.

La impunidad estimula el delito. La democracia paga las consecuencias, convivir con las formas de justificación de la violencia y los mecanismos de control social que perduran. La impunidad supone un mecanismo educativo que rompe las normas de convivencia y genera frecuentemente un refuerzo de las respuestas autoritarias que limitan las libertades.

La falta de una verificación oficial introduce dudas y escepticismo respecto a los testimonios recogidos. Reduce las posibilidades de un duelo colectivo. Al no hablar y no verificar hace que se mantengan los traumas colectivos, creando una barrera entre grupos de la misma sociedad. El proceso de reconstrucción y reconciliación se vuelve mucho más difí­cil.

¿Para qué sirven los juicios?

Las guerras modernas que buscan ganar control sobre el tejido social como una manera de destruir al enemigo, separan frecuentemente a los agresores de la verdad de sus propios actos porque los asesinatos, masacres o desplazamientos masivos eliminan a las ví­ctimas y regalan a los vencedores una verdad indiscutible. No hay nadie que recuerde a los vencedores que esas casas tuvieron otros dueños o que en esa tierra otros enterraron a sus muertos. La victoria encierra al vencedor en un olvido que le libra de la vergüenza y el remordimiento, sentimientos imprescindible para encontrarse con la verdad (Ignatieff, 1998).

El objetivo de los tribunales es individualizar las responsabilidades dado que no se puede traspasar la culpa a las colectividades. Los juicios ayudan a convertir la culpa en vergüenza puesto que la hacen pública y suponen una sanción moral sobre los hechos y sus responsables. Sin embargo, en muchos lugares los sistemas judiciales no ofrecen garantí­as mí­nimas y la impunidad se disfraza de burocracia y argucias legales. Todo ello supone un largo y difí­cil camino para obtener un reconocimiento de los hechos y una sanción social basada en la justicia. Sin embargo, de la presión social y polí­tica y de la adecuada conducción legal de esos procesos, depende que se vayan abriendo grietas en el muro de la impunidad al que se enfrentan muchos paí­ses.

La importancia de los juicios puede evaluarse en varios niveles:

Legal. Los responsables reciben una justa sentencia.

Moral, ya que es una demostración que la justicia es un principio válido (la diferencia entre el bien y el mal es restaurada por la postura pública oficial).

Sobre la Verdad. Hay una confirmación pública de las violaciones. Se da la posibilidad de una historia común. Puede empezar un nuevo proceso para una verdadera rehabilitación y reconciliación.

Los juicios son rituales públicos, ritos de paso de la dictadura a la democracia.

Algunos juicios ponen de manifiesto una crisis de legitimidad que conlleva cambios legales y polí­ticos .

Reconstruir el tejido social: Justicia para la convivencia

En algunos paí­ses la violencia polí­tica afectó también al tejido comunitario, especialmente en las áreas rurales donde se produjeron efectos muy importantes en la estructura social de las comunidades, las relaciones de poder y la cultura. La justicia se enfrenta aquí­ a su papel para reconstruir las normas básicas de convivencia y el respeto a los derechos humanos.

Sin embargo, la justicia no mira sólo a los hechos pasados sino también a las amenazas que comprometen el futuro (problemas de tierra, desarraigo de los desplazados, reintegración de población civil y ex-combatientes, y la desmilitarización). Por otra parte, en muchos paí­ses, la impunidad y la educación en la violencia que se ha dado con el reclutamiento forzoso y la actuación paramilitar o guerrillera, pueden suponer un recrudecimiento de la violencia social.

Esto muestra que a pesar de la finalización del conflicto armado, las consecuencias de la guerra se manifiestan a largo plazo y amenazan el futuro de la convivencia, situando en primera lí­nea de la agenda de la paz la importancia de acabar con la impunidad y la necesidad de enfrentar los problemas sociales que están en la base del conflicto.

Atención a los procesos locales

Muchos de esos procesos pueden ser muy diferentes según los lugares e historias locales del conflicto. Cuando en el proyecto Recuperación de la Memoria Histórica, REMHI (ODHAG, Guatemala) se empezaron a recoger testimonios en la comunidad de Chicoj, mucha gente quiso dar a conocer su historia de forma pública, pero también compartirla con otras comunidades con las que se encontraban enfrentadas o distantes a consecuencia de la guerra, como una forma de hacer un proceso de reconciliación local. En otros lugares, hablar de lo que pasó llevó también a denunciar cementerios clandestinos, a realizar ceremonias como en Sahakok (Alta Verapaz), en donde los ancianos soñaron una cruz en lo alto del cerro donde habí­an quedado sin enterrar tantos de sus hermanos. Veintiocho comunidades se organizaron para llevar a cabo ese sueño. En la montaña, además de sus restos, quedaron escritos entonces los nombres de novecientas dieciséis personas que la gente habí­a ido recogiendo. La cruz en lo alto de la montaña no es sólo un recuerdo de los muertos sino una sanción moral contra las atrocidades.

Para muchas personas ese recuerdo supone también una forma de conciencia social y un estí­mulo para su vida. Esas formas de recuerdo colectivo no son sólo procesos privados o de pequeños grupos. En la medida en que conquisten el espacio público, pueden ayudar a una sociedad a desprenderse de las formas de respuesta atadas a la espiral de la violencia.

Reparación. Mitigar el daño

Para la reconstrucción del tejido social no vale sólo asumir la verdad, sino que también se necesita medidas activas que ayuden a mejorar la situación de las ví­ctimas, mitigar el daño y proporcionar un resarcimiento económico y moral. Habitualmente se habla de “reparación psicosocial” con diferentes orientaciones: compensaciones económicas y educativas, proyectos de desarrollo, conmemoraciones y monumentos, etc. Sin embargo, la primera forma de resarcimiento es hacer que la gente pueda vivir sin miedo.

El reconocimiento de los hechos por los autores y de la responsabilidad del Estado, así­ como las acciones que ayuden a asumir la verdad como parte de la conciencia moral de la sociedad, son parte de la reparación de la dignidad de las ví­ctimas y la mejora de la vida de los sobrevivientes.

Las formas de resarcimiento tienen que evitar profundizar las diferencias sociales o introducir nuevos conflictos en familias o comunidades. En muchos casos la gestión de las ayudas conlleva conflictos y está orientada por criterios de legitimación del Estado.

Todas estas medidas compensatorias no pueden ser desgajadas de otras medidas necesarias como las que tienen que ver con la memoria colectiva o las demandas de verdad y justicia. La participación de las poblaciones afectadas, su capacidad de decisión, la claridad en los criterios y la equidad de los mismos, así­ como su reconocimiento como contribución – no sustitución- a la necesidad de justicia, suponen un conjunto de aspectos básicos que las acciones de reparación deberí­an tener en cuenta (ODHAG, 1998).

El futuro de la reconciliación: Memoria para la prevención

Para las nuevas generaciones, el valor de la memoria de sus familiares y los hechos de violencia tiene gran importancia. Los hijos de los familiares asesinados o desaparecidos necesitan entender su propia situación como parte de un proceso colectivo mayor que evite la estigmatización y reafirme su identidad. Con un sentido más social, muchos familiares reafirman el valor de la memoria colectiva transmitida a las nuevas generaciones como una forma de aprendizaje, a partir de la experiencia de sus antecesores, que evite la repetición de la violencia que ellos sufrieron.

El impacto de la distorsión de la memoria en el futuro puede verse también en la actual tendencia en América Latina a la vuelta al poder de conocidos represores, el aumento de movimientos de extrema derecha o del racismo en Europa, el hecho de que lí­deres que en el pasado colaboraron con el nazismo o la represión estalinista se erijan en representantes de nuevos nacionalismos, o la transformación con el paso del tiempo de los instigadores de la guerra en los “defensores de la paz”. Todo ello pone de manifiesto el riesgo de que se repitan las atrocidades del pasado y del presente.

La reconciliación como proceso

Las naciones no se reconcilian como pueden hacerlo las personas, pero se necesitan gestos públicos y creí­bles que ayuden a dignificar a las ví­ctimas, enterrar a los muertos y separarse del pasado. Los dirigentes polí­ticos pueden influir en ese proceso difí­cil que lleva a la gente a saldar cuentas con un pasado colectivo doloroso. No son las ví­ctimas quienes tienen que reconciliarse con los victimarios. Se necesitan gestos públicos de éstos, una práctica oficial y someterse a la sanción social para ello.

Para hacer ese camino se necesita voluntad polí­tica por parte de gobiernos y autoridades. Pero también de la fuerza y coherencia necesarias para superar estereotipos y actitudes excluyentes entre distintos grupos sociales o fuerzas polí­ticas de oposición. Sin un cambio de cultura polí­tica no sólo disminuyen las posibilidades de unir fuerzas que provoquen cambios sociales, sino que se corre el riesgo de nuevos procesos de confrontación y división que pueden afectar seriamente al tejido social .

Por todo ello la reconciliación es más difí­cil en: sociedades con grave polarización sobre el pasado; cuando no hay nuevos consensos sociales después de la guerra; si el nuevo marco de convivencia está regentado por los antiguos actores o nuevas fuerzas excluyentes; cuando las comunidades existentes están muy consolidadas en torno a su propia verdad.

En palabras de Ignatieff, reconciliarse significa romper la espiral de la venganza intergeneracional, sustituir la viciosa espiral descendente de la violencia por la virtuosa espiral ascendente del respeto mutuo. La reconciliación puede romper el cí­rculo de la venganza a condición de que se respeten los muertos. Negarlos es convertirlos en una pesadilla. Sin apologí­a, sin reconocimiento de los hechos, el pasado nunca vuelve a su puesto y los fantasmas acechan desde las almenas. Eso significa poder llorar a los muertos, compartir sus enseñanzas, ser conscientes de que la violencia no devuelve la vida y devolverles la honra en la lucha por la vida.

El proceso de reconstrucción exige un programa que incluya entonces el tener en cuenta la memoria de las ví­ctimas y llevar adelante medidas para mitigar o reparar el daño en lo posible, medidas que acaben con la impunidad, reformar las fuerzas armadas, facilitar la participación polí­tica y difundir la verdad en la sociedad, así­ como medidas que afronten las raí­ces económicas y sociales de la violencia.

Bibliografí­a

Arendt H. (1995): De la historia a la acción. Barcelona: Paidós ICE/UAB.

Galeano, E. (1998): Patas Arriba. La escuela del mundo al revés. Madrid: Siglo XXI.

Ignatieff M. (1999). El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna. Madrid: Taurus.

ODHAG, Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala: Informe Proyecto InterDiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (1998): Guatemala: Nunca Más. Vol. I, II y III. Impactos de la Violencia. Tibás, Costa Rica: LIL/Arzobispado de Guatemala.

Sveass, N. (1995): The psychological effects of impunity. En An Encounter at the crossroads of human rigths violations and mental health. Centre for Refugees. Oslo: University of Oslo.

Notas de Referencias:

1 En muchos casos se han aprobado leyes, amnistí­as o indultos para los delitos o crí­menes de guerra de las dos partes en conflicto. Sin embargo, en esa categorí­a no entrarí­an los crí­menes de lesa humanidad ni el genocidio. En muchos casos, los regí­menes dictatoriales han otorgado autoamnistí­as y leyes de punto final que han tratado de mantener un régimen de impunidad. En el caso de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Suráfrica, los perpetradores debí­an presentarse a la Comisión voluntariamente y ser investigados para poder acceder a un indulto individual; en caso de no hacerlo, serí­an llevados a la justicia penal para su investigación y eventual castigo.

2 Recientemente la inquietud de los militares chilenos a raí­z de la orden de detención del general Pinochet y la posibilidad de nuevos juicios por la participación de militares en un operativo denominado Caravana de la muerte, ha llevado a que el jefe de la Marina Jorge Arancibia proponga crear un organismo para alcanzar un acuerdo sobre el tema de los detenidos desaparecidos durante la dictadura (El Paí­s, 19 junio/99: 10).

3 Un ejemplo de estos problemas en Guatemala han sido los conflictos en comunidades del Ixcán, donde la militarización y las divisiones polí­ticas entre la URNG y las Comisiones Permanentes llevó a mediados de los años 90 a divisiones comunitarias y conflictos violentos que amenazaron la comnivencia.

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