De Nüremberg a la Haya – Los crí­menes de derechos humanos ante la justicia, problemas, avances y perspectivas.

Jun 17th, 2002 | By | Category: Conocer Derechos Humanos, Corte Penal Internacional

von Rainer Huhle
Centro de Derechos Humanos de Nuremberg.

“Quienes buscan leyes de impunidad, van a ser tan responsables como los que apretaron el gatillo en el pasado.”
Sola Sierra, Presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, Chile

Indice.

I. Del crí­men de guerra al crí­men de lesa humanidad.

Crí­menes contra la paz.

Crí­menes de guerra.

Crí­menes contra la humanidad.

II. La responsabilidad penal internacional de crí­menes de derechos humanos.
La responsabilidad individual y la obligación de perseguir.

La justicia de los estados nacionales.

La justicia de los otros estados (derecho penal universal).

Las Cortes Penales Internacionales.

El proceso contra Adolfo Eichmann, 1961.

III. Derecho Penal y protección de los Derechos Humanos.

Venganza, derecho y rehabilitación.

Castigo y disuasión.

Verdad y Justicia.

Notas Finales.

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I. Del crí­men de guerra al crimen de lesa humanidad, o el parto difí­cil del derecho internacional de derechos humanos.

Cincuenta años después del Tribunal Militar Internacional contra los principales criminales nazis en Nuremberg, en todo el mundo se habla nuevamente de ese proceso histórico. Sin embargo, en qué exactamente queda el significado histórico de este gigantezco proceso, que pasó a los libros de texto de historia como “El proceso de Nuremberg”?
Las respuestas a esta pregunta dependerán en buena parte del aspecto del proceso en que uno pone el énfasis. Tenemos que distinguir por lo menos tres aspectos, que además se pueden correlacionar con tres distintas etapas del proceso:

1. El Porqué del proceso, su razón de ser y su legitimidad.
En forma escrita, estos aspectos quedaron establecidos en dos documentos básicos: el Acuerdo de Londres (agosto 1945) y el Estatuto del Tribunal, aprobado en la misma Conferencia de Londres. Documentan la fase preparatoria del Tribunal.
2. El Cómo.
El desarrollo del proceso mismo, incluyendo sus normas procesales y toda la argumentación polí­tico-jurí­dica, que comenzó el 20 de noviembre de 1945, y terminó el 1 de octubre de 1946 con la sentencia.
3. La finalidad concreta del proceso.
La sentencia condenatoria contra 24 de los mas altos representantes del régimen nazi, que puso un término simbólico a ese nefasto régimen y, en el caso de las 12 sentencias a muerte, también un término real a la vida de aquellos representantes.

En la percepción pública, parece que el significado histórico del proceso de Nuremberg está relacionado, más que todo, con el último de estos puntos: el cierre definitivo – real y simbólico – de una etapa histórica. En esta perspectiva, el juicio era, para los nazis, la continuación de la derrota militar en el escenario de la justicia.
Para nosotros hoy en dí­a, sin embargo, este aspecto es el menos interesante. Como factor histórico, el nazismo ya estaba eliminado antes del juicio. El significado del proceso de Nuremberg para nosotros no queda tanto en su función de cierre de una época, sino en la apertura de una nueva época, una época de un nuevo derecho humanitario internacional, una nueva vigencia de los principios universales de los derechos humanos. Es casi un lugar común hablar de “Nuremberg” en este sentido, pero muchas veces esto se hace sin conocer lo que realmente se hizo y se debatió en Nuremberg.
Si el Tribunal de Nuremberg realmente abrió camino para una nueva etapa del derecho internacional, para un derecho internacional de derechos humanos, es una pregunta con muchas interrogantes y de ninguna manera fácil de contestar. El hecho de que durante casi 50 años el Tribunal no ha tenido una continuación institucional, deberí­a llamar la atención y ser motivo de dudas.
En qué medida el Tribunal de Nuremberg, ese evento singular, realmente pudo crear precedentes para el desarrollo del derecho, dependí­a no sólo de la historia polí­tica del mundo después de la guerra, sino también de sus propias bases jurí­dicas:
– de las normas sobre las que se constituyó el Tribunal, y

– de la definición de los crí­menes que declaraba dentro de su jurisdicción.
Ambos elementos quedaron fuertemente impregnados por la situación especí­fica que existí­a en el momento de la victoria sobre el sistema nazi. Es evidente este condicionamiento histórico en el caso de la constitución del Tribunal que quedó restringido a los representantes de los cuatro poderes principales de la alianza polí­tico-militar que habí­a ganado la guerra. Obviamente esto no pudo trazar el camino para un orden institucional de la justicia en el mundo posguerra. Anotemos que esta deficiencia fue criticada ya en la época. Pero las propuestas de crear el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg como un Juzgado internacional de la naciente ONU, que datan hasta de 1943, resultaban prematuras.
Mucho más satisfactorias parecen las reglas procesales aplicadas en Nuremberg. No tienen, sin embargo, tanta relevancia en el contexto de este análisis. Lo que interesa más, desde la perspectiva del futuro de entonces, es la cuestión de la jurisdicción material del Tribunal Militar Internacional. Cuáles eran los delitos que el Tribunal consideraba dentro de su competencia para juzgar? La respuesta se encuentra en el Estatuto ya referido, particularmente en los famosos tres incisos a), b) y c) del artí­culo 6 de ese histórico documento. En ellos se hace referencia a las tres siguientes categorí­as de crí­menes de derecho internacional:
a) Crí­menes contra la paz (en la terminologí­a clásica: faltas al ius ad bellum). Los jueces tení­an que pronunciarse si los acusados habí­an llevado a cabo una guerra prohibida por el derecho internacional. Esta cuestión de la “guerra de agresión” ni en Nuremberg ni en el medio siglo después ha sido solucionado a satisfacción de los juristas y polí­ticos.
b)Crí­menes de guerra (en la terminologí­a clásica: faltas al ius in bello), es decir las faltas contra las reglas de conducta de la guerra, reglas ya bastante exactamente elaboradas a la época.
c) Crí­menes contra la humanidad. Desde una perspectiva ex-post, de hoy, la definición que dio el estatuto de estos crí­menes contra la humanidad parece sencilla y razonable: Se entendí­a por ellos: “asesinato, exterminio, esclavización, deportación u otras acciones inhumanas, cometidas contra una población civil antes de, o durante la guerra, y la persecución por motivos polí­ticos, raciales o religiosos”. En otras palabras, se describieron aquí­ -con la ausencia ostentosa de la tortura- aquellos crí­menes que solemos llamar hoy los “crí­menes de lesa humanidad” o las graves violaciones de derechos humanos, y que en los 50 años desde el proceso de Nuremberg han sido definidos y prescritos en numerosos tratados y convenciones internacionales.
En los tiempos del Proceso de Nuremberg, sin embargo, las cosas no eran tan sencillas. En primer lugar, hay que destacar que el término “Derechos humanos” no se usa en el Estatuto, y una revisión de los demás documentos del proceso (llenan veinte tomos gruesos en letra minúscula) tampoco arrojará ese término tan importante para nosotros. Eso es así­, no obstante la presencia en el Tribunal de juristas provenientes de tres de los paí­ses que más méritos tienen en la historia del concepto de los derechos humanos: Inglaterra, Estados Unidos y Francia.
La ausencia del término “derechos humanos” en Nuremberg nos indica que este concepto, a la época, no habí­a ingresado todaví­a en el ámbito del derecho internacional ni del derecho penal. Era exclusivo, todaví­a, del reino de la filosofí­a del derecho o a lo mejor del derecho constitucional.
Pero también con el término empleado, los “crí­menes contra la humanidad” hubo muchas dificultades, como lo demuestran, entre otras muchas cosas, las curiosas dificultades de traducción. |1|
Imaginémonos una acusación, en 1945, por “violaciones de derechos humanos”. Habrí­a sido sumamente problemática, técnicamente imposible. Simplemente no existí­a el derecho en que se podí­a fundamentar. Ante la singular atrocidad de los crí­menes nazis, los jueces quizás pudieron crear el derecho adecuado para condenar a los criminales nazis bajo el concepto de “violación de derechos humanos”. Habrí­an atentado, sin embargo, de manera aparatosa, contra el principio de la no retroactividad de las leyes, del nullum crimen sine lege. Se ha argumentado que esto también era el caso para los “crí­menes contra la humanidad”, y la lectura de los documentos de Nuremberg hace ver claramente que los mismos jueces y fiscales del Tribunal estaban muy conscientes del problema, y que buscaron desarrollar distintas estrategias para evitarlo. Hasta en el mismo artí­culo del Estatuto que trata de los “crí­menes contra la humanidad”, se nota cierta inseguridad, cierta vacilación ante lo novedoso del concepto, cuando, en una vuelta sorpresiva, el referido inciso c) concluye la enumeración de los delitos que son “crí­menes contra la humanidad”, con la calificación de que estos crí­menes serí­an “cometidos en la ejecución de un crimen o en conexión con un crimen que queda en la competencia del Tribunal, independientemente si el acto contravení­a el derecho del paí­s en que fue cometido.”
Lo raro de esta condicionalidad es que justamente el artí­culo 6 del Estatuto es el que define las competencias, o la jurisdicción material del Tribunal. La referencia a la competencia del Tribunal en el inciso 6 c) resulta así­ una autoreferencia. En términos de la lógica no tiene sentido. Su sentido se revela más bien como expresión, tal vez inconsciente, de la contradicción entre el deseo de los autores del Estatuto de crear un nuevo sistema referencial para este tipo de crí­menes jamás vividos en la historia de la humanidad, y su deseo de dar este paso sin abandonar el terreno seguro del derecho positivo. Y este terreno, el único que tení­a una base en el derecho positivo, era el derecho de guerra.
Es sumamente instructiva, en este contexto, la lectura de los debates en las sesiones del Tribunal, porque se puede notar como los fiscales y jueces, como los excelentes juristas que eran, buscaban “agarrarse” de este concepto, considerado salvador, siempre que se trataba de los puntos de referencia no para una condena moral sino jurí­dicamente sólida. No hay que olvidar tampoco que, pocos dí­as antes de los Acuerdos de Londres, los jefes de gobierno de los aliados reunidos en Potsdam, hablaron de la necesidad de juzgar solamente a los “principales criminales de guerra nazis”, y que el nombre oficial del proceso de Nuremberg era “Juicio contra los principales criminales de guerra ante el Tribunal Militar Internacional”. Otro ejemplo muy revelador de la inseguridad conceptual existente en Nuremberg en cuanto a los “crí­menes contra la humanidad” lo ofrece el escrito de la acusación, en el cual también se insiste en confundir crí­menes de guerra y crí­menes contra la humanidad. La misma sentencia resume todos los crí­menes contra la humanidad bajo el concepto de crimen de guerra. Si bien los jueces constatan que muchos de los crí­menes nazis, especialmente la persecución de los judí­os y otras personas civiles se habí­an cometido antes de la guerra, para la condena los tomaron en cuenta solamente en la medida en que se pudo establecer un nexo entre estos crí­menes y la preparación o ejecución de la guerra. Excluye expressis verbis la posibilidad de que se trataba de “crí­menes contra la humanidad” si no se daba este nexo. |2|
En esta perspectiva, el inciso c) del artí­culo 6 del Estatuto del Tribunal, y también el capí­tulo titulado “crí­menes contra la humanidad” en el alegato hubieran sido simplemente supérfluos. Y de hecho, el Tribunal en su sentencia hizo esfuerzos casi acrobáticos de subsumir todos los crí­menes nazis a la categorí­a de los crí­menes de guerra. El ejemplo más apropiado para demostrar lo absurdo a que se llegó en inflar la idea de los crí­menes de guerra, era la sentencia contra Julius Streicher, quien fue condenado a la pena de muerte. Ese Streicher, un pequeño profesor de un colegio de Nuremberg, se hizo grande con la subida de los nazis, convirtiéndose en uno de los propagandistas más asquerosos del régimen, con un antisemitismo vociferante que hasta causó disgusto a algunos nazis. No participó, sin embargo, en la guerra, ya que probablemente era indispensable en su árdua labor de propaganda antisemita. No se sabe si él mismo mató a una sola persona, mucho menos en un contexto de guerra. Su crimen era la permanente incitación al exterminio de los judí­os, antes y durante la guerra, pero sin una relación inmediata con las acciones de la guerra.La sentencia tuvo que basarse, en este caso ejemplar, en el crimen contra la humanidad. Se hizo así­, pero no sin agregar, en la última frase, que Streicher también participó, con su propaganda, en la preparación de la guerra.
Es cierto entonces, lo que ya anotó el juez francés en el Tribunal, Donnedieu de Vabres, cuando remarcó que “el concepto de los crí­menes contra la humanidad’, que el Estatuto habí­a dejado entrar por una puerta pequeña, se diluyó a través de la sentencia.”|3|
Es cierto también, por otro lado, lo que más tarde observó Hannah Arendt, que la idea de los “crí­menes contra la humanidad” poco entraba en la fundamentación de la sentencia, pero sí­ tuvo peso en la extensión de la pena. Sin querer decirlo en su argumentación jurí­dica, los jueces expresaron, por la condena a muerte para Streicher, lo que realmente significaba esta permanente incitación al genocidio: un crimen contra la humanidad.
Para el resultado, la condena de los altos responsables nazis, es decir, la cuenta final con el régimen nazi a nivel simbólico, después de su derrota militar, todo este problema de los crí­menes de guerra o contra la humanidad es de poca importancia. Pero desde la perspectiva del desarrollo del derecho de derechos humanos es lo que realmente interesa en el Proceso de Nuremberg. Porque una condena basada exclusivamente en el derecho de guerra no habrí­a sido un avance, en términos de jurisdicción material, en relación con el status anterior.
Para el derecho de guerra, p.e. no interesaba lo que los nazis hací­an con los propios ciudadanos alemanes – y los judí­os en Alemania eran ciudadanos alemanes. De hecho, el futuro fiscal supremo por parte de los Estados Unidos en Nuremberg, Robert Jackson, decí­a en los debates anteriores al Proceso: “El trato que el gobierno alemán da a sus propios ciudadanos, [] no nostiene que importar a nosotros más que nuestros asuntos tocan a cualquier otro gobierno.” |4|
Pero el mismo Jackson, en su discurso de apertura en Nuremberg dijo exactamente lo contrario: “El trato que un gobierno da a su propio pueblo, normalmente no se considera como asunto que concierne a otros gobiernos o la comunidad internacional de los estados. El maltrato, sin embargo, de alemanes por alemanes durante el nazismo traspasó, como se sabe ahora, en cuanto al número y a las modalidades de crueldad, todo lo que la civilización moderna puede tolerar. Los demás pueblos, si callaran, participarí­an de estos crí­menes, porque el silencio serí­a consentimiento.” |5|
Sólo distan pocos meses entre estas dos frases, pero en la historia de los derechos humanos los separa toda una época, en la cual nació el derecho internacional de derechos humanos. Aquí­, y sólo aquí­ queda el avance que significa el proceso de Nuremberg. Tí­midamente, pero sí­ notablemente, se abrió paso a la idea de que hay derechos universales del hombre que ningún gobierno puede pisar libremente, sea en tiempos de guerra o de paz, sea en contra de sus propios ciudadanos o los de otra nación. Lo que se pudo observar en Nuremberg, era el penoso proceso del nacimiento de una nueva idea de derecho, desde las cáscaras del derecho de guerra. Todaví­a, hay que decirlo, asistimos a este proceso de nacimiento. Es tiempo de completarlo, puesto que las herramientas del derecho internacional de las cuales disponemos hoy, son mucho más eficaces que en los tiempos de Nuremberg. Porque los recelos con que los jueces de Nuremberg aplicaron la categorí­a de los crí­menes contra la humanidad se nutrí­an de motivos nobles, hay que repetirlo. No quisieron aplicar normas que para los acusados tal vez no eran reconocibles, no quisieron violar el principio del nullum crimen sine lege. Sus dudas y vacilaciones en la aplicación del concepto revolucionario de los “crí­menes contra la humanidad” los honran. Estas ambigüedades definí­an el reto que el proceso de Nuremberg significaba para la posguerra: Definir claramente los crí­menes contra la humanidad, ponerlas en relación con el concepto de derechos humanos y crear las condiciones en el derecho penal para que los criminales de derechos humanos pudiesen ser juzgados sobre un fundamento jurí­dico preciso.

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II. La responsabilidad penal internacional de crí­menes de derechos humanos. El problema de la impunidad.

Este legado de Nuremberg se puede precisar en tres elementos. Se trataba de:
1. Definir los “crí­menes contra la humanidad” con independencia de situaciones de guerra;
2. Extender el principio de la responsabilidad individual, fundamental para el derecho penal, al ámbito de los “crí­menes de lesa humanidad”, incluyendo el principio de la obligación de la persecución penal;
3. Crear las instancias adecuadas para sancionar a nivel internacional, de manera independiente y legalmente válida, estos crí­menes, en caso que los sistemas nacionales fallaran con esta obligación. Lógicamente, una jurisdicción penal internacional serí­a parte de estas previsiones, por lo menos como última ratio.

Veamos como la comunidad internacional asumió estas tres tareas.

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En el campo de la definición jurí­dica los avances se dieron con rapidez. Ya en los procesos contra grupos de responsables nazis que las autoridades americanas llevaron a cabo en la misma ciudad de Nuremberg, una vez terminado el proceso principal, se precisó que habí­a “principios generales de derecho” que “pertenecí­an a los códigos de todas las naciones civilizadas”, aplicables también para los responsables nazis.
Posteriormente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, y la Convención contra el Genocidio, del dí­a anterior, los dos grandes pactos de 1966 y un gran número de instrumentos legales del derecho internacional codificaron cada vez mejor ese derecho de derechos humanos. Que en teorí­a los crí­menes de lesa humanidad son castigables, ya no cabe duda hoy. Los jueces de La Haya no tienen porqué probar que una masacre contra una etnia diferente es parte de la guerra. El crimen del genocidio y otras atrocidades, incluso la tortura y la violación sexual masiva con fines polí­ticos son castigables según el derecho internacional.

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La responsabilidad individual y la obligación de perseguir.

También el principio de la persecución obligatoria de estos crí­menes quedó bien establecido, ya desde la Convencion contra el Genocidio. La responsabilidad personal y la obligación de perseguir (y castigar) son dos lados de la misma medalla. La penalización individual del crimen polí­tico requiere el castigo individual, tal como lo reconocen la Convención contra el Genocidio y muchos otros instrumentos.

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Jurisdicción penal nacional e internacional.
Mucho menos claro es, lamentablemente, quienes son los portadores de esta obligación. En principio, hay tres instancias posibles para cumplir con la obligación de sancionar los crí­menes contra los derechos humanos.

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a) La justicia de los estados nacionales.

Obviamente, cada Estado es responsable por el respeto de los derechos humanos en su territorio, y, en caso de violaciones a estos derechos, del castigo a los culpables. Dado que las violaciones de derechos humanos, en el sentido estricto del concepto, son cometidos por los agentes del Estado mismo, la ineficacia del Estado nacional en la persecución de estos crí­menes tiene carácter sistemático. Los mismos estados violadores serí­an los responsables del castigo. Abundan muchos ejemplos de que esto no funciona.
En un estado con una clara separación de poderes, por otro lado, sí­ es posible – y tampoco faltan los ejemplos – que la justicia castigue por ejemplo agentes del Ejecutivo. Cuando se generalizan las violaciones de derechos humanos, sin embargo, normalmente el sistema judicial tampoco escapa a los mecanismos de presión que llevan a la impunidad.
Y no siempre el sistema judicial cede a las presiones del Ejecutivo. En la Alemania de los años anteriores a la toma de poder por los nazis, el sistema judicial estaba ya impregnado por la ideologí­a nazi, a tal punto que los jueces y fiscales se podí­an considerar un baluarte del nuevo Estado sin que este hubiera precisado de mucha presión. En las primeras semanas del nuevo régimen, en 1933, en la revista de la Asociación Alemana de Jueces se publicó un juramento macabro que rezaba: “Juramos por el Dios eterno, juramos por el espí­ritu de nuestros muertos, juramos por todas las ví­ctimas de una justicia antinacional, juramos por el alma del pueblo alemán que seguiremos a nuestro Führer (lí­der) en su camino como juristas alemanes, hasta el fin de nuestros dí­as.” |6|
Sin duda, un sometimiento tan aparatoso del poder judicial a la ideologí­a del poder es la excepción. Pero incluso cuando los jueces mantienen más independencia, las circunstancias de un régimen dictatorial pocas veces permiten que el poder judicial actúe firmemente contra los abusos del poder. No es circunstancial el hecho de que la impunidad de los crí­menes de derechos humanos sea un fenómeno global, reconocido como sí­ntoma y causa a la vez de la repetición de violaciones de derechos humanos. Igualmente son bien conocidos los mecanismos principales de esta situación de impunidad: las amnistí­as e indultos en el área legal, los fueros privativos en el área de la administración de justicia, la corrupción, la falta de mecanismos de control administrativo y popular en lo que concierne a la sociedad. |7|

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b) La justicia de otros estados (derecho penal universal).

Ante el incumplimiento de los estados nacionales en sancionar los crí­menes cometidos en el ámbito de su jurisdicción por sus propios agentes, existe la posibilidad de que otros estados asuman esta tarea. Conforme a los principios del “derecho penal universal”, cada Estado tiene jurisdicción en determinados casos, incluí­dos gran parte de los crí­menes de lesa humanidad. Algunos tratados internacionales proveen incluso una obligación de los estados miembros de perseguir los actos que contravienen lo convenido en estos tratados. Los más conocidos son sin duda los casos de las convenciones de Ginebra (la versión posguerra del antigüo derecho de guerra, llamado ahora derecho humanitario internacional), y últimamente la Convención contra la Tortura. Con la excepción de Estados Unidos, este derecho penal internacional, en la práctica no se aplica, e incluso en EE.UU. los casos que la literatura conoce son unos pocos, muy contados. Hay que destacar, pese a lo dicho, la vigencia, desde 1992, del “Torture Victim Protection Act” en EE.UU. que permite a las ví­ctimas de tortura interponer queja contra un torturador de cualquier nacionalidad que se encuentre en el territorio de EE.UU. |8|
Estados Unidos, por otra parte, es también el ejemplo para graficar el peligro de abuso de este instrumento, cuando una nación poderosa se toma el derecho de decidir ella misma su jurisdicción sobre ciudadanos de otros paí­ses que supuestamente violan las leyes de Estados Unidos. Si bien el derecho penal universal tiene raí­ces antiguas en la historia del derecho |9|, en la práctica de la protección de los derechos humanos hasta ahora no se ha demostrado su eficiencia. No es de descartar, sin embargo, la posibilidad de que la relevancia de este principio crezca en el contexto de la tercera de las tres instancias aquí­ consideradas:

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c) Las Cortes Penales Internacionales.

Como muchas veces se ha dicho, en todos estos años que pasaron entre el final del proceso de Nuremberg (1 de octubre de 1946) y el comienzo de los trabajos de la Corte Penal Internacional para los crí­menes cometidos en la Ex-Yugoslavia, en 1993, no hubo ni un ejemplo más de una Corte Penal Internacional para criminales de derechos humanos que habrí­a cumplido con la promesa de Nuremberg de una nueva era en el derecho internacional. Incluso los demás criminales nazis que no salieron impunes fueron condenados por cortes nacionales de distintos estados, o, en el caso alemán, durante los primeros años de gobierno militar, por cortes americanas. La idea a la que en Nuremberg se habí­a dado luz, de una Corte Penal Internacional que corresponderí­a al carácter, reconocido también como internacional, del crimen contra la humanidad, empezó poco a poco a desvanecerse.

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El proceso contra Adolfo Eichmann, 1961.

El ejemplo más dramático para graficar este cambio de actitud fue el proceso que era, sin la menor duda, entre todos los procesos contra criminales nazis en el mundo, el más resonado y más importante: el juicio que se abrió el 11 de abril de 1961, 15 años después de Nuremberg, en Jerusalén a Adolfo Eichmann, uno de los organizadores más destacados del exterminio de los judí­os europeos. Lo remarcable de este proceso por cierto no es lo que internacionalmente ha despertado más interés, el secuestro de Eichmann en Argentina para ser procesado en Israel. Ante la magnitud del crimen en cuestión y falta de justicia en el lugar donde se habí­a instalado, la cuestión de la legalidad de este procedimiento es de poca relevancia. Pero el proceso de Jerusalén puso al abierto con suma claridad el estado todaví­a insatisfactorio del tratamiento judicial de estos crí­menes en el mundo.

La lectura del escrito de acusación contra Eichmann da la impresión de que en realidad se llevaron dos procesos paralelos contra la misma persona. Casi todos los actos criminales que se le incrimina, aparecen dos veces: primero como “crí­menes contra el pueblo judí­o”, y en seguida como “crí­menes contra la humanidad”. Qué querí­an demostrar los fiscales israelí­es con esta duplicación de la acusación? Consideraban como la garantí­a de su jurisdicción territorial los crí­menes de Eichmann contra los judí­os como tales, como miembros de un pueblo especí­fico que después se habí­a constituí­do en pueblo con un Estado y territorio propios y que por lo tanto ejercí­a con pleno derecho la jurisdicción sobre Eichmann. Por otro lado no pudieron dejar de lado completamente el aspecto general del crimen, su calidad de genocidio porque el exterminio de los judí­os fue llevado a cabo por motivos de discriminación racial, nacional, religiosa y polí­tica. La corte nacional de Israel, no obstante, no quiso, por varios motivos, basar la sentencia exclusivamente en la calificación de los crí­menes de Eichmann como Crí­menes contra la humanidad.
Si bien esto se explica bien dentro del proceso histórico del Estado de Israel, la insuficiencia de este procedimiento desde el punto de vista de los derechos humanos universales fue destacada ya en su momento por varios observadores del proceso. El entonces presidente del Consejo Mundial de Judí­os, Nahum Goldmann, por ejemplo, pidió al gobierno de Israel instalar una corte internacional, compuesta por jueces de varios paí­ses, para el juicio de Eichmann. En el mismo sentido se pronunció el filósofo alemán Karl Jaspers cuando declaró: “El crimen cometido contra los judí­os es a la vez un crimen contra la humanidad. La sentencia en este caso sólo la puede dictaminar una instancia que represente a la humanidad entera.” |10|
Con esto, Jaspers de ninguna manera intentó cuestionar la competencia de la Corte de Jerusalén. Lo que veí­a era, por contrario, la pérdida de una oportunidad única de hacer ver a toda la humanidad el carácter singular de los crí­menes nazis que amenazaban no sólo uno o varios pueblos sino que, por su intención desenmascarada de exterminio de una parte de la humanidad, abrió la posibilidad del exterminio de la humanidad como tal.
Jaspers propuso que Israel tuviera pendiente la sentencia en el caso Eichmann hasta que el mundo, por una instancia adecuada, asumiera su obligación de procesar a este perpetrador ejemplar de crí­menes contra la humanidad. Hannah Arendt precisó el punto de vista de Jaspers con su comentario de que el verdadero horror del crimen de Eichmann y de los demás criminales nazis no era la mera cantidad de muertos que habí­an producido. Pidió el juicio de ellos por la humanidad entera porque habí­an atentado contra las normas básicas de la convivencia humana.|11|
Creo que aquí­ estamos llegando a la esencia de lo que significa la idea de los derechos humanos y de su protección: Como bien dice la expresión castellana – que no existe en otros idiomas de la misma manera – se trata de crí­menes “de lesa humanidad”. Si no se les sanciona, está en cuestión la vida humana como tal.
En el proceso histórico contra Eichmann en Jerusalén la utopí­a de una Corte Internacional, mejor dicho, de una corte de la humanidad, apareció por última vez para mucho tiempo. Las condiciones especí­ficas de la situación en Israel, y las circunstancias generales de la guerra frí­a no permitieron que se dieran pasos en dirección de esta utopí­a en la época – a pesar de que la misma visión estaba previsto concretamente en varios tratados internacionales, tal como en la Convención contra el Genocidio. No obstante, parece que la idea de una Corte Internacional para sancionar los crí­menes de lesa humanidad nunca desapareció por completo de la conciencia humana. No se explicarí­a, si fuera así­, que durante las terribles masacres en la Ex-Yugoslavia, fue posible, en un lapso tan breve, instalar una Corte Internacional por parte de la ONU, para juzgar los crí­menes cometidos en el territorio de lo que era Yugoslavia. En todos los años anteriores, la labor paciente en comisiones y subcomisiones, las firmas de convenios y tratados, los viajes de visitadores y delegaciones para salvaguardar los derechos humanos habí­an mostrado que la protección de los derechos humanos, en última instancia requerí­a, como la protección de todos los demás derechos, de una instancia de justicia. No se puede elaborar un sistema internacional de protección de derechos humanos a través de tratados y convenios cada vez más explí­citos y dejar todo el edificio sin el techo de la instancia judicial.
En esta perspectiva, la creación de la Corte Penal Internacional para la Ex-Yugoslavia (ICTY), y poco después de una corte similar para Ruanda, parece un paso inevitable, un paso importante si bien todaví­a muy imperfecto. Antes de todo, el paso se hizo por la puerta falsa: La creación de las cortes por medio de una resolución del Consejo de Seguridad en vez de hacerlo por un tratado internacional era tan insólito como el marco legal de las cortes dentro del capí­tulo VII de la Carta de Naciones Unidas que trata no de la justicia sino de las medidas para mantener la paz. Sorprende que la gran mayorí­a de expertos en derecho internacional aceptara estos procedimientos, quizás porque no habí­a una alternativa práctica, y seguramente porque el Estatuto de la Corte le garantiza la plena independencia, también en relación a su organismo creador, el Consejo de Seguridad.
A pesar de todo esto, durante mucho tiempo prevalecí­a en la opinión pública mundial un escepticismo grande frente a estas cortes “ad- hoc”. El espacio de maniobra de estas cortes sin policí­a judicial parecí­a muy reducido. Su relación con el Consejo de Seguridad seguí­a siendo motivo de sospecha de que aquí­ solamente se habí­a creado otro instrumento más de las grandes potencias que dominan el Consejo de Seguridad, para garantizar sus intereses polí­ticos en los conflictos de los Balkanes y en Africa. Las sospechas se nutren de la actitud ambigua de las Naciones Unidas y ahora de la OTAN en Yugoslavia, cuando sus tropas se niegan a cumplir con su posible rol policial a favor de las órdenes de la Corte Penal Internacional. Serí­a la Corte sólo un instrumento represivo más dentro del diseño sospechoso de un “Nuevo orden mundial” al servicio de los poderes hegemónicos del Norte? |12|
Después de tres años, el balance del trabajo de la corte para la Ex-Yugoslavia supera por mucho las expectativas más optimistas. Este balance positivo se debe en buena parte a la labor firme y tenaz de un hombre: el juez de la Corte Suprema de Sudáfrica, Richard Goldstone quien fue elegido Fiscal Supremo en la corte de La Haya. Goldstone, quien terminó su perí­odo de oficio en La Haya el 1 de octubre para volver a su paí­s natal, supo usar hábilmente los poderes que le da el Estatuto de la corte de La Haya. |13| Estos estatutos, que hacen referencia expresa a los principios de justicia formulados en Nuremberg, y a los demás instrumentos de derecho internacional creados en las décadas después, resultaron un buen fundamento no sólo para la labor de la corte “ad-hoc” sino también para una futura corte penal permanente.
Los procedimientos de la Corte, y especialmente de su fiscalí­a, en la cual hasta ahora quedaba el cargo más ostentoso para el público, desmintieron los temores acerca de una falta de independencia. Bajo la conducta de Richard Goldstone, la Corte se ganó prestigio y son pocas las voces ahora que le reprocharí­an parcialidad o dejarse instrumentalizar por intereses polí­ticos. No estoy seguro si esto estaba previsto así­ en los planes que llevaron a la creación de la Corte, que se ha convertido, precisamente por su criterio independiente y apolí­tico, en un factor polí­tico que hay que tomar en cuenta en la solución del conflicto, guste o no guste a los diplomáticos. Por primera vez en medio siglo, la justicia ha regresado al escenario de crí­menes contra la humanidad. Si realmente se romperán los esquemas de impunidad que son de regla en estos escenarios, queda por verse.
Aún así­, con un balance mejor de lo que se podí­a esperar, el paso que se ha dado en La Haya queda chico ante las exigencias y esperanzas generados por el Tribunal Internacional Militar hace 50 años en Nuremberg. Es cierto que podemos observar algunos pasos, alentados por Amnistí­a Internacional y otras ONGs de derechos humanos, a nivel de la ONU hacia el establecimiento de una Corte Penal permanente que cumplirí­a con el mandato de Nuremberg.
Un comité preparatorio ofrece a la Asamblea General versiones cada vez un poco más avanzadas de un posible estatuto de una Corte Penal Internacional permanente, basándose en los trabajos previos de la Comisión de Derecho Internacional de la misma ONU que tienen ya casi 40 años de antigüedad. Todaví­a no conocemos los resultados de este proceso, lento como casi todo lo que sucede en la ONU. De todos modos, según lo que se filtra de las deliberaciones del comité, las competencias de una posible Corte Internacional serí­an menores que las competencias que se dieron a las cortes ad-hoc para Yugoslavia y Ruanda. Grande es todaví­a el temor de los gobiernos del mundo ante una justicia internacional independiente. Y lo que nosotros admiramos como conducta ejemplar en la corte para la Ex-Yugoslavia, para muchos gobiernossimplemente es un peligro que no quieren fomentar.
La lentitud de los procedimientos para establecer una Corte Penal Internacional Permanente nos recuerda, por otro lado, que tal corte no puede existir como elemento aislado dentro de un orden mundial que no le da lugar. Para funcionar bien, una corte, llámese como sea, y tenga el estatuto que quiera, dependerá de un orden internacional que provea los instrumentos necesarios para que pueda trabajar.
Un poder judicial internacional no podrá funcionar a satisfacción de las expectativas de justicia, si no se hacen reformas también en los poderes legislativos y ejecutivos de la ONU y del orden mundial en general. Pero la creación de una corte, eso sí­, puede aumentar la presión por esas reformas necesarias.

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III. Derecho Penal y protección de los Derechos Humanos: El problema de la función social y polí­tica del castigo en el contexto de la protección de los derechos humanos.

Venganza, derecho y rehabilitación

“La justicia es un derecho humano.” Con estas palabras, el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, José Ayala Lasso, comenzó su discurso en una conferencia celebrada en 1995, en conmemoración de los 50 años del proceso de Nuremberg. El fiscal de La Haya, Richard Goldstone, precisó: “La justicia no es solamente una cuestión del castigo de criminales de guerra y de derechos humanos. Es también una cuestión del reconocimiento de los sufrimientos de las ví­ctimas. Y para los afectados, en muchos casos, este reconocimiento es una parte esencial de su proceso de rehabilitación.” Estas palabras de dos altos funcionarios del sistema de protección de derechos humanos de la ONU van al núcleo del debate sobre la impunidad de crí­menes de derechos humanos que es llevado, desde muchos años, ante todo por organizaciones no- gubernamentales en el area de derechos humanos. Todaví­a no son frecuentes palabras tan claras por parte de funcionarios de la ONU.
Cuando pedimos castigo para los perpetradores de crí­menes de derechos humanos, con frecuencia se nos pregunta si no somos capaces de perdonar y de reconciliarnos. Tenemos que defendernos contra la sospecha de que buscamos en realidad venganza, un discurso que también tiene precedentes ya en los debates en torno al Proceso de Nuremberg. Frente a este discurso antivenganza que nos pide prescindir de la venganza mientras nos niega el derecho, hay que poner en claro algunos hechos elementales de la historia de la humanidad, y del derecho en particular. Es cierto que la práctica de la venganza pertenece a un estado primitivo de la historia de la humanidad, cuando el ejercicio de la venganza era probablemente el único medio para lograr la restitución de un equilibrio social entre clanes, roto por un acto que gravemente poní­a en peligro la convivencia, como lo es un asesinato. Resultó, a lo largo de la historia, y con un desarrollo cada vez más diferenciado de las sociedades, que este recurso de la venganza se volvió dañino para ambas partes, tanto para el perpetrador con su grupo familiar como para la ví­ctima y los suyos. Surgieron instancias mediadoras que se convirtieron en un sistema separado de las partes interesadas, y finalmente, en las sociedades altamente diferenciadas, surgió el complejo sistema justicial tal como lo conocemos.
La justicia como subsistema de la sociedad reemplazaba al ejercicio privada de la venganza. Pero no nos equivoquemos sobre la subsistencia de profundos sentimientos en la conciencia y subconciencia popular sobre la relación entre el dolor sufrido y el castigo como recurso para borrar ese dolor. |14|
La ambigüedad semántica de la palabra “pena”, que se mantiene en los otros idiomas latinos, y que amalgama los conceptos de “dolor” y de “castigo”, nos debe advertir sobre esta estructura compleja y profunda del pensar humano. La idea cristiana del sufrimiento de Cristo como sufrimiento representativo necesario para la salvación de toda la humanidad, o también la imaginación medieval del purgatorio, son expresiones de este mito en nuestra cultura. Existen otros, equivalentes, en otras culturas del mundo. Cuando la justicia no cumple con su tarea de restituir la parte dañada en su derecho legí­timo, el regreso a la venganza como una expresión primitiva de la necesidad de purgar el dolor injusto por la pena justa recobra fuerza y queda como posibilidad y peligro.
En un sistema de derecho, la venganza no solamente es dañina sino también ilegí­tima |15|. La sociedad no la va a tolerar. Otra situación se da cuando el derecho, de manera generalizada y obvia, falla en su función y se niega a hacer justicia a las ví­ctimas de graves violaciones. Quién denegarí­a, en estos casos, a las ví­ctimas la legitimidad de la venganza como último recurso? A pesar de esto, los casos en que ví­ctimas realmente ejerzan un acto de venganza contra sus victimarios, son prácticamente nulas.|16| Los pocos ejemplos que se conocen, tienen normalmente más el carácter de una demostración pública que de una acto personal de venganza.|17|
En realidad, el tabú de la venganza que la civilización moderna ha pronunciado, nadie lo ha internalizado mejor que aquellos que más razones tendrí­an para transgredirlo: las ví­ctimas del terrorismo de estado. El problema real de las ví­ctimas no es, como dan testimonio muchos estudios psicológicos, la inclinación a la venganza, sino todo lo contrario, la supresión demasiada rí­gida del deseo inconsciente de venganza, que es una reacción definitivamente humana, en términos antropológicos. El psicoterapeuta David Becker quien durante muchos años ha atendido a ví­ctimas de la tortura y de otras atrocidades en Chile, en su libro, acertadamente titulado “Sin odio no hay reconciliación”, relata el sueño de un paciente torturado. En su sueño, el paciente habí­a cambiado de rol y debió dar la orden de torturar a su propio torturador. Ni siquiera en el sueño pudo hacerlo, se despertó vomitando |18| . Lo más frecuente es que las ví­ctimas viertan sus sentimientos de agresión no contra sus victimarios sino contra sí­ mismo y los suyos. La renuncia prematura al deseo de venganza, ante la falta de justicia, es el verdadero problema que hay con la venganza.
La salida del trauma sufrido por la ví­a de la autodestrucción era muy frecuente también entre las ví­ctimas del nazi-fascismo en Europa. Baste recordar la vida y las reflexiones de Primo Levi, el escritor judí­o-italiano que sobrevivió a Auschwitz, y que décadas después se suicidó. En uno de sus libros, que reflejan la experiencia extrema del campo de concentración, describe la destrucción humana que crea el “gran pecado”, como llama a los crí­menes nazis. Incluso después del término del régimen nazi, este crimen se perpetúa de mil maneras, escribe Levi, “contra la voluntad de todos, como deseo de venganza, como transigencia moral, como denegación de la realidad, como fatiga y resignación.” |19| Para Levi, todas estas reacciones quedaban en el mismo plan como la venganza, y en realidad eran mucho más frecuentes. La resignación y la negación son solamente formas invertidas o perversas de venganza, otras reacciones insanas ante el crimen que no es alcanzado por la justicia.
La justicia es realmente el remedio que mejor puede sanar las torsiones psí­quicas que los miles y millones ví­ctimas han sufrido. Ella es, como lo dijo Richard Goldstone y lo saben los terapeutas clí­nicos, la medicina que requieren los pisoteados y humillados por atropellos contra su dignidad humana en todo el mundo. |20| Aquí­ reside el sentido profundamente humano del clamor por la justicia y de la lucha contra la impunidad.

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Castigo y disuasión

Si el castigo sirve para la disuasión de posibles criminales, es una interrogante sin solución desde los inicios de la jurisprudencia. Las respuestas siempre han sido muy contrarias, y lo serán también en el futuro, porque dependen tanto, o tal vez más, de la filosofí­a de la naturaleza humana y de la visión de una sociedad que uno tiene que de datos empí­ricos. Para el pionero de la moderna filosofí­a del derecho, el italiano Cesare Beccaria, en su libro “Dei delitti i delle pene” (1764), el castigo era necesario para que los hombres “sientan” la obligación de “no volver al estado primitivo de guerra permanente” y resistan a “aquel principio universal de la disolución, que domina en todo el mundo fí­sico y moral”, una vez que la humanidad haya alcanzado el estado de las leyes, que para Beccaria eran “las condiciones que se impusieron hombres independientes e aislados para convivir en sociedad.” |21|
Se notará aquí­ una filosofí­a del hombre bastante pesimista, la visión Hobbesiana del “homo homini lupus”, es decir que el hombre es lobo para los otros hombres. Desde una antropologí­a más optimista, se puede llegar a conclusiones bien distintas. Esto no nos corresponde dirimir aquí­. Lo cierto es que en el ámbito de la “macrocriminalidad” de los grandes crí­menes de Estado contra la humanidad, la base empí­rica para decidir sobre el éxito de la disuasión por el castigo, no existe, simplemente porque casi no hay ejemplos del castigo a criminales contra la humanidad.
Pero el efecto disuasivo no es el único a discutir en el contexto de la problemática del castigo. Hay otros efectos probablemente más importantes. En un sistema polí­tico en que el poder judicial tiene la última palabra, la justicia tiene también la función de mantener intacto y vigente un sistema de valores. Si la justicia falla sistemáticamente contra los valores básicos de la sociedad, éstas quedan irreconocibles, primero para los perpetradores, que pierden su mala conciencia, y después para las ví­ctimas que pierden su fe.
En un Estado moderno de derecho, hasta ahora, y pese a muchos deseos de tener otros mecanismos tal vez más humanos, el castigo judicial es el recurso más válido que tiene la sociedad para declarar lo que considera justo e injusto. Mientras esto sea así­, la condena judicial con su castigo correspondiente, o también la falta de condena, tienen un valor de orientación imprescindible. Un crimen sin castigo tarde o temprano perderá su carácter de crimen. Si analizamos bien los pocos testimonios disponibles de perpetradores de graves violaciones de derechos humanos bajo sistemas de terrorismo de Estado, en América Latina o en otras partes del mundo -por ejemplo en la Alemania nazi- podemos observar la importancia de esta función orientadora de la justicia y de la pena |22|. Para mí­ resulta mucho más importante, desde el punto de vista de la prevención, que el efecto disuasivo.

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Verdad y justicia

Encontrar la verdad es una función esencial, pero obviamente no la única función del sistema judicial. Los jueces no son profetas ni sabios superiores. Sus sentencias son llamados también “veredictos”, pero la fuerza de la verdad que dicen, no queda en una calidad superior de la razón o del criterio de los jueces, ni siquiera se basa necesariamente en la veracidad objetiva de estos veredictos judiciales, si bien es cierto que un número elevado de faltas contra la veracidad le quita credibilidad a los juzgados. Pero en última instancia la fuerza de la verdad pronunciada por un juez queda en las consecuencias que ese veredicto tiene sobre los afectados: el acusado y el acusador. La investigación judicial de la verdad normalmente está relacionada con la necesidad de dictaminar una sentencia. Esta es su finalidad y su razón de ser. Ante las cortes, la búsqueda de la verdad se da necesariamente en el marco de la búsqueda de la justicia. En este hecho sencillo queda lo conflictivo y hasta explosivo de la búsqueda por la verdad en los regí­menes represivos e incluso en los regí­menes de transición. Con frecuencia se ha podido observar que un gobierno, ante la presión interna e internacional, está dispuesto a admitir que se busque la verdad de lo ocurrido. Pocas veces, en cambio, aceptan las consecuencias de la verdad encontrada, el clamor por la justicia. Se encuentran mil pretextos para evitar que los culpables aparezcan ante la justicia, y si no se puede evitar, no faltan los mecanismos para que salgan impunes.

Como una fórmula mágica, ante este dilema (para los gobiernos, no para las ví­ctimas) surgieron, con distintos apelativos, las “Comisiones de Verdad”, primero en casi toda América Latina |23|, y ahora con bastante í­mpetu también en Sudáfrica. |24| La intención de estas comisiones es siempre la misma: Compuestas por personalidades de alto prestigio moral, las comisiones de verdad deben pronunciarse para recomponer el orden moral de la sociedad. Se sienta un hito de distancia con el pasado, y se espera que este acto simbólico satisfaga los reclamos de las ví­ctimas. En los casos en que esto ha funcionado bien, de hecho se ha visto un momento de rehabilitación moral y público para las ví­ctimas. Sin embargo, para ellas y para la sociedad entera, queda un problema sin resolver en las comisiones de verdad: La separación de verdad y justicia.
Sin menospreciar el valor de algunas de estas comisiones, no se puede dejar a lado tampoco el efecto contrario a la rehabilitación. Si la verdad pueda establecida, y si esta verdad es una verdad terrible, una verdad de crí­menes atroces, de culpas enormes, la falta de justicia queda aún más visible y más sentida. Si a pesar de ser pública la culpa, los culpables pueden seguir como si nada hubiera pasado (así­ la famosa expresión de los represores argentinos), la continuación del poder y del potencial represivo queda tanto más evidente y amenazador. Si la verdad es sólo para la historia, hace sentir el dolor de la injusticia aún más. Las normas morales, por su parte, a lo largo no pueden ser protegidas solamente por la indignación pública. Perderán su fuerza normativa en la medida en que no son aplicadas también por medio de la sanción judicial. A diferencia de muchos recursos materiales, el recurso simbólico de la justicia no se gasta en el uso. Al contrario, sólo con el uso permanente restituye su fuerza y vigencia.
En este sentido, el problema del castigo, del perdón y de la reconciliación, de ninguna manera es un problema privado entre ví­ctimas y victimarios. Lo que se ha violado, no solamente es el alma y cuerpo de la ví­ctima, son los derechos de todos nosotros que se violan en un individuo violado. “El delincuente es llevado a la corte penal, no porque ha dañado a determinados personas, tal como en el caso de la justicia civil, sino porque su delito pone en peligro la comunidad como entidad entera,” anotó Hannah Arendt en relación al proceso de Nuremberg. |25|

Si esto es así­ incluso para un criminal “común”, cuanto más es verdad en el caso de crí­menes cometidos por agentes del Estado, en nombre de la sociedad entera. Tan nefasto parecí­a a Hannah Arendt la agresión del terrorismo de Estado nazi contra la humanidad, que no vaciló en decir que “es necesario acusar estos crí­menes ante la justicia, incluso si la parte dañada – las ví­ctimas – está dispuesto a perdonar y olvidar.” Porque el daño simbólico de la norma valórica, no pertenece a una relación particular entre ví­ctimas y victimarios, es asunto de toda la sociedad. En el caso de los crí­menes de Estado, este asunto es más grave aún. El crimen cometido en nombre de la sociedad sólo puede ser sancionado por la instancia que la sociedad ha creado para tal fin: la justicia. La usurpación de la justicia por el régimen represivo sólo puede ser reparada por la misma justicia. Los que luchamos por los derechos humanos, sabemos de la paradoja que queda escondida aquí­: Perseguidos, calumniados o amenazados por las instancias del Estado, volvemos con más terquedad y obstinación a dirigirnos a ese mismo Estado para reclamar justicia. Lo que a veces parece un acto desesperado, en realidad es la única esperanza que tenemos: que del Estado real del presente se desenvuelva el Estado de derecho, en el que todos compartamos derechos y deberes ciudadanos, responsabilidades y responsabilidad.
A un lector alemán que buscó escamotear la culpa de los criminales nazis tras el sistema generalizado e impersonal de injusticia que significaba el nazifascismo, Primo Levi contestaba que incluso en medio de la barbarie inconcebible del campo de exterminación de Auschwitz, le quedaba clara la “necesidad de responder personalmente cada uno por su culpa y sus errores, porque sino se extinguirí­a la huella de la civilización de la faz de la tierra, tal como sucedió en el imperio del nazismo.”|26|

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Notas Finales:

1. Los términos “humanity”, “humanité” y también “humanidad” tienen por los menos dos significados muy distinguibles: uno que se refiere al género humano como entidad, y otro que apunta a un comportamiento supuestamente caracterí­stico del ser humano, el humanismo, lo humanitario etc. En otros idiomas, tal como el alemán, los dos conceptos semánticos corresponden a dos palabras diferentes, lo que obliga a los traductores a tomar una decisión. Sin embargo, en la edición oficial de los documentos del Tribunal Internacional de Nuremberg, en distintos lugares se usan ambos términos (“Verbrechen gegen die Menschheit” y “Verbrechen gegen die Menschlichkeit”) sin discriminación. Erróneamente, el término que ha quedado de uso en alemán es el de “Verbrechen gegen die Menschlichkeit”, es decir “crimen contra lo humanitario”, lo que Hannah Arendt con razón criticó como absolutamente inadecuado al verdadero carácter y tamaño del holocausto (Hannah Arendt: Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen, Hamburg 1978, p. 324). Recuérdese, por lo demás, que el término “crí­menes contra la humanidad” tampoco tení­a una tradición larga o elaborada en la historia del derecho internacional. Surge por primera vez en el contexto de los esfuerzos -frustrados- después de la primera guerra mundial de sancionar el genocidio del pueblo armenio cometido por el gobierno turco (v. Cherif Bassiouni: Crimes Against Humanity in International Criminal Law, Dordrecht/Boston/ London 1992, pags. 165 ss.).
2. Der Prozeß gegen die Hauptkriegsverbrecher vor dem Internationalen Militärgerichtshof Nürnberg 14. November 1945 – 1. Oktober 1946, Nürnberg 1947, tomo I, p. 285.

3. Citado por Hannah Arendt: Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen, Hamburg 1978, p. 306.

4. Citado por Reinhard Merkel, Das Recht des Nürnberger Prozesses, en: Nürnberger Menschenrechtszentrum (Hg.): Von Nürnberg nach Den Haag, Hamburg 1996, p. 81

5. Der Prozeß gegen die Hauptkriegsverbrecher vor dem Internationalen Militärgerichtshof Nürnberg 14. November 1945 – 1. Oktober 1946, Nürnberg 1947, tomo II, p. 150

6. Deutsche Richter-Zeitung 1933, p. 265, 272, citado en: Bundesminister der Justiz (Hg.): Im Namen des Deutschen Volkes. Justiz und Nationalsozialismus, Köln 1989, p. 89

7. De la amplia literatura sobre causas y mecanismos de la impunidad de los crí­menes de derechos humanos señalamos los resultados del Tribunal ético realizado sobre ese tema: Tribunal Permanente de los Pueblos: Proceso a la impunidad de crí­menes de lesa humanidad en América Latina 1989 – 1991, Bogotá 1991; desde la perspectiva del derecho internacional el estudio más completo de la impunidad lo ofrece: Naomi Roht-Arriaza (ed.): Impunity and Human Rights in International Law and Practice, Oxford/New York 1995; v. también Diane F. Orentlicher: “Addressing Gross Human Rights Abuses: Punishment and Victim Compensation”, en: Louis Henkin/John Hargrove (eds.): Human Rights: An Agenda for the Next Century (Studies in Transnational Legal Policies No.26); un resumen de los debates sobre impunidad en América Latina: Rainer Huhle: “Demokratisierung mit Menschenrechtsverbrechern? Die Debatte um die Sanktion von Menschenrechtsverbrechen in den lateinamerikanischen Demokratien”, en: Detlef Nolte (ed.): Lateinamerika im Umbruch?, Hamburg 1991: 75-108; Kai Ambos: Straflosigkeit von Menschenrechtsverletzungen. Zur “impunidad” in südamerikanischen Ländern aus völkerstrafrechtlicher Sicht. Freiburg 1996; Detlef Nolte (ed.): Vergangenheitsbewältigung in Lateinamerika, Hamburg 1996. Para el caso de impunidad quizás más aplastante en América Latina, el Perú, cf. Rainer Huhle: “Straflosigkeit als Geschäftsgrundlage.Menschenrechtsverletzungen und Menschenrechtspolitik in Peru unter Fujimori”, en: Fujimoris Peru – eine “Demokratie neuen Typs?”, Lateinamerika Analysen Daten Dokumentation, 29, Hamburg 1995, p. 73 – 90

8. El caso más conocido de enjuiciamiento a un ciudadano extranjero perseguido en Estados Unidos por un crimen de derechos humanos cometido contra una persona que no tiene la ciudadaní­a norteamericana es el del torturador paraguayo Peña Irala, denunciado por los familiares de otro ciudadano paraguayo, el Sr. Filartiga. Amplia discusión de este caso y los pocos otros que existen en EE.UU ofrecen: Richard Lillich: “Damages for gross violations of international human rights awarded by US courts”, en: Human Rights Quarterly, Mayo 1993, No. 15(2): 207-229; del mismo autor: “Damages for gross violations of international human rights. US courts’ cases and a proposed international convention for the redress of human rights violations”, en: Torture vol.6 Nr.3, 1996, p. 56-57; Paul L. Hoffman: “Enforcing International Human Rights Law in the United States”, en: Louis Henkin/John Hargrove (eds.): Human Rights: An Agenda for the Next Century (Studies in Transnational Legal Policies No.26), Washington 1994, S. 477 – 511. Otras fuentes para ese caso importante: François Rigaux: “Impunité, crimes contre l’humanité et juridiction universelle”, en: Ligue internationale pour les droits et la libération des peuples (ed.): Impunity, Impunidad, Impunité, Ginebra 1993, pp.71-83 (78s); Lorenza Cescatti: Dal Tribunale Penale Militare de Norimberga al Tribunale Penale Internazionale per i crimini commessi nella Ex-Jugoslavia nell’ ottica dei Diritti Umani (Tesi di specializzazione della Universitá Padua, Scuola di Specializzazione in istituzioni e tecniche di tutela dei diritti umani, 1993), p. 57; Michael P. Scharf: “Swapping Amnesty for Peace: Was There a Duty to Prosecute International Crimes in Haiti?”, en: Texas International Law Journal vol.31:1, 1996, pp.1-41 (38). El también importante caso del ex general de policí­a argentino Suárez-Mason es discutido por Mark Gibney: The Odyssey of General Suarez-Mason and the Implementation of Human Rights, Paper para el XV Congreso Mundial de la “International Political Science Association” en Buenos Aires, 1991.)

9. Hay que mencionar especialmente el derecho contra la piraterí­a que era originalmente también la razón de ser del Alien Tort Act norteamericano de 1789 que después servirí­a como fundamento jurí­dico en el caso mencionado de Filartiga vs. Peña-Irala.

10. Karl Jaspers, Entrevista de François Bondy, en: Der Monat, 152, Mayo 1961, p. 16

11. Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem, Hamburg 1978, p. 321.

12 Cf: “Globocop? Time to Watch the Watchers”, en: Third World Resurgence, 52, 1994, p. 39-42. El autor, co-presidente del Pacific Asia Resource Center, recuerda que fue el mismo gobierno de EE.UU., que después propulsarí­a la creación de la Corte Penal Internacional para la Ex-Yugoslavia, durante décadas se negó a firmar la Convención contra el Genocidio, de 1948, justamente por temores relacionados con la creación de una Corte Penal Internacional, prevista por esa Convención. Cuando el Senado de Estados Unidos finalmente ratificara la Convención, lo hizo con una serie de reservas que se referí­an, entre otras cosas, a la Corte Penal Internacional prevista. EE.UU. sólo se acogerá de las obligaciones de una supuesta Corte creada para el crimen del genocidio si esa corte se estableciera en el marco de otro tratado especí­fico. Es difí­cil negar que Estados Unidos tiene aquí­ criterios muy parciales, relativos a su actitud en el caso de Yugoslavia, y en otros casos que puedan tocar su propio accionar polí­tico. Se han olvidado las palabras del fiscal norteamericano en el Tribunal de Nuremberg? Richard Jackson, quien en su discurso de apertura del Juicio, dijo: “no debemos nunca olvidar que con la misma medida con que juzgamos hoy a estos acusados, la historia nos medirá mañana también a nosotros.” (Der Prozeßgegen die Hauptkriegsverbrecher vor dem Internationalen Militärgerichtshof Nürnberg 14. November 1945 – 1. Oktober 1946, Nürnberg 1947, tomo II, p. 118)

13. v. Richard Goldstone: “Cincuenta años después de Nuremberg: Un nuevo Tribunal Penal Internacional para criminales que atentan contra los Derechos Humanos”, en: Memoria, 8, 1996, p. 4-11.

14. Raimon Panikkar lo llama el “mito de la pena”, cf. Raimon Panikkar: Myth, Faith and Hermeneutics, New York/Ramsay/Toronto 1979.

15. No faltan los ejemplos que demuestran la sensibilidad popular frente a este nexo entre la disposición de suprimir el deseo de venganza y la existencia de un sistema judicial operante y eficaz. Pero si el funcionamiento del sistema judicial se aleja demasiado de lo que la opinión popular percibe como “la justicia”, rápidamente se pueden abrir abismos de desconfianza que nos remiten a la persistencia del deseo de venganza y de la disposición de reivindicar el derecho a “hacer justicia” por parte de la población misma. Recordemos que en Bélgica, durante algunos meses del año 1996, la aparente falla de la administración judicial en investigar cabalmente un escándalo de abuso sexual de menores llevó a la manifestación pública más concurrida de la historia del paí­s. Son sumamente instructivos también los resultados que arrojó una encuesta de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú. Preguntados si estarí­an de acuerdo con el linchamiento de delincuentes que hayan sido descubiertos cometiendo el delito, más del 40 % de los entrevistados en Lima respondieron que sí­. El porcentaje de la respuesta afirmativa es aún más alto donde el sistema judicial funciona peor: entre los más pobres de los barrios marginales (48%) o en provincias donde el narcotráfico tiene más poder, como Iquitos (54%). La fragilidad de la pretensión civilizadora del sistema judicial se demuestra en estas condiciones, aún con más dramatismo. En los motivos indicados por parte de los entrevistados para su opinión favorable al linchamiento. Sólo en Lima prima la respuesta “Porque no hay justicia”, la cual por lo menos deja entrever la posibilidad de que, con una mejora del funcionamiento del poder judicial, se dejarí­a de optar por el linchamiento. En provincias del interior del Perú, por contrario, las razones dadas para la necesidad de linchar a los delincuentes, no revelan ninguna esperanza en la justicia oficial. “No deberí­an existir” o “Ya no reincidirán” son algunas de las respuestas más frecuentes, que son expresiones ní­tidas de una percepción de justicia que en nada es distante del concepto arcáico de la justicia-venganza. (Los datos completos se encuentran en:Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú: A la intemperie – Percepciones sobre derechos humanos, Lima 1996, pp. 124-126).

16. El médico argentino Jorge Bergés, tristemente conocido por su participación activa en actos de tortura, secuestro y desaparación de menores (ver su “retrato” en la “Galerí­a de represores” que publicó el mensuario Madres de Plaza de Mayo en junio de 1995), sufrió un atentado en abril de 1986 Lo que en un primer momento fue considerado un acto de venganza por la impunidad de la que goza este médico criminal, después aparecí­a como un ajuste de cuentas entre distintas facciones de represores. Ante la justicia, el atentado no fue esclarecido.

17. Tal el caso de dos de los atentados más espectaculares de entre las dos guerras mundiales, el del oficial ucraniano Simon Petljura, abaleado por el judí­o Schalom Schwartzbard, y el del militar turco Taalat Bey, matado por el armenio Tindelian. Ambas ví­ctimas eran responsables de matanzas genocidas contra los pueblos judí­os y armenios, respectivamente, y habí­an quedado sin castigo. El autor del atentado de Petljura, Simon Schwartzbard, reveló con bastante precisión los nexos entre falta de justicia, venganza y memoria pública discutidos aquí­, cuando declarara que “La sangre del asesino Petlioura recordará los sufrimientos del pueblo judí­o, desamparado y abandonado.” (v. Hannah Arendt: Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen, Hamburg 1978, p. 316).

18. David Becker: Ohne Haß keine Versöhnung. Das Trauma der Verfolgten, Freiburg 1992, p. 249

19. Primo Levi: Die Atempause, (Orig. “La tregua”, 1962), München 1988, p.13s.

20. cf. Paz Rojas: “Crí­menes de lesa humanidad e impunidad. La mirada medica psiquiátrica”, en: CODEPU (ed.): Persona, Estado, Poder. Estudios sobre Salud Mental, volumen II, Santiago 1996, p.197-222

21. Cesare Beccaria: Über Verbrechen und Strafen (Dei delitti i delle pene, 1764), Frankfurt 1988, p.58

22. Con suma claridad p.e. en las confesiones del capitán de corbeta de la armada argentina, Francisco Scilingo, recogidas por Horacio Verbitsky en su libro “El vuelo” (Buenos Aires 1995).

23. Cf. Esteban Cuya: “Las Comisiones de Verdad en América Latina”, en: memoria 7, 1995, p. 5 – 19 y memoria 8, 1996, p. 24 – 39; Mark Ensalaco: “Truth Commissions for Chile and El Salvador: A Report and Assessment”, en: Human Rights Quarterly 16 (1994), p. 656-675. Un listado de un total de 40 Comisiones de Verdad en cuatro continentes entre1971 y 1995 se encuentra en: Daan Bronkhorst: Truth and Reconciliation, Amsterdam 1995, pp. 85-89.

24. Para un balance de los problemas y logros de esa comisión, v. Ruth Weiss: “Wahrheitsfindung und Gerechtigkeit. Die Aufarbeitung der Vergangenheit des Apartheidregimes in Südafrika”, en: Nürnberger Menschenrechtszentrum (Edit.): Von Nürnberg nach Den Haag, Hamburg 1996, pp. 207-224

25. Hannah Arendt: Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen, Hamburg 1978, p. 309s.

26. Primo Levi: Die Untergegangenen und die Geretteten (Orig. I sommersi e i salvati, 1986), München 1990, p. 182

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